Cuando se desató la pandemia generada por el COVID-19, a inicios de 2020, muchos supusieron -y opinaron públicamente en tal sentido- que el mundo se enfrentaría a un proceso de reversión de la globalización y de neo-nacionalismo. Algo que, entendían, pondría en marcha lo que -suponían- se había insinuado antes en el mundo con la irrupción del Brexit y que podía agravarse con la administración de Donald Trump.

Pues en estos días, finalizado el año 2020, la evidencia que tenemos es que el mundo fue en el último año en sentido opuesto: la arquitectura de la internacionalidad económica se está fortaleciendo, han ocurrido en el año transcurrido no pocos hitos en esta materia y los procesos de apertura económica recíprocos entre países se amplían.

El ultimo evento al respecto es el muy reciente acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y el Reino Unido, que ha hecho del Brexit una adaptación al nuevo tiempo (y no una ruptura) y que ha permitido a ambas partes acomodarse a las diferencias de modelos -más flexible y competitivo el británico, más tradicional y rígido el continental europeo-.

Poco antes (en noviembre pasado) se había firmado en Asia el gigantesco RCEP, un acuerdo de libre comercio entre 15 países que sumados integran el 30% del producto mundial y que generan el 28% del comercio internacional del planeta (se trata del mayor acuerdo de libre comercio del mundo a la fecha, que incluye a China, Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda y los países que forman actualmente al ASEAN).

Como apostilla, puede agregarse a lo antes referido que en el transcurso de 2020 entró en vigor el nuevo acuerdo comercial entre Estados Unidos, México y Canadá (ex NAFTA), el Reino Unido celebró su tratado comercial con Japón y el propio parlamento japones aprobó el acuerdo económico con Estados Unidos. Y que algunos meses antes se habían aprobado acuerdos como el AFCFTA en África (mercado continental único de bienes y servicios integrado por 55 países).

Mas aún: en nuestra propia región hubo no pocos avances en esta materia como la puesta en vigencia del tratado comercial entre Perú y Australia, la aprobación por parte de Ecuador de un acuerdo con el Reino Unido, la concreción del pacto entre Brasil y Chile y el tratado de libre comercio entre Colombia e Israel.

Para acceder a una mirada mas integral al respecto es bueno advertir que al iniciarse (en 2021) la tercera década del siglo XXI existen en el mundo ya unos 310 acuerdos de apertura regional económica vigentes (mientras en el año 2010 eran poco más de 200 y en el año 2000 apenas rondaban los 100). Y que dentro de ellos se genera alrededor del 60% de todo el comercio trasfronterizo global -y en un par de lustros esa suma superará los dos tercios del total-.

Este proceso que se fortificó desde la llegada del siglo XXI ha solidificado la base del comercio internacional porque ha reducido el arancel promedio en frontera en el mundo desde 15,5% hace 25 años a 5,5% hoy. Y, además, porque ha generado espacios que crean una constante energía integradora que profundiza día a día el encadenamiento productivo supra fronterizo entre socios (tres cuartas partes de los 26 billones de dólares que se comercian en el mundo en tiempos normales entre los países ocurre dentro de lo que se conoce como cadenas internacionales de valor, que son arquitecturas vinculares entre empresas que operan como socias en sistemas de constante relación funcional).

Para quienes creían que se avecinaba un regreso al nacionalismo económico, pues, hay que responderles que eso no ocurre y que es altamente probable que no ocurrirá. El mundo continúa con sus procesos de apertura e integración económicas.

Aunque sí es cierto que el viejo ideal de un mundo integrado universalmente para todos y sin excepción no funcionó (y la “vieja” Organización Mundial de Comercio lo padece); y, a cambio, los países han decidido elegir socios, integrar grupos de elegidos y abrirse recíprocamente entre ellos. El mundo ha decidido ampliar mercados a través de “clubes de socios”. Pertenecer tiene sus privilegios y no hacerlo tiene costos.

Sin embargo, hay que advertir que el mundo está atravesando una nueva etapa de la globalización que hoy es más sistémica, compleja y menos unidireccional, y en la que 6 grandes flujos entrelazados imprimen una dinámica supranacional a la economía del conocimiento (podíamos llamarla la “globalización hexagonal”): el comercio internacional de bienes; el de servicios; los flujos de inversión extranjera directa; los financiamientos internacionales; las migraciones (físicas y virtuales); y el tráfico de datos, información y conocimiento por sobre las fronteras (esto último es lo más importante).

Este proceso está apoyado en una nueva economía en la que el principal motor ya no es el dinero, ni la naturaleza, ni las maquinas; sino que es el capital intelectual que consiste -como explican Edvinsson y Sullivan- en la motorización productiva por el conocimiento que puede ser convertido en valor y que se encuentra formado por recursos tales como las ideas, los inventos, las tecnologías, los programas informáticos, los diseños, el saber hacer, la organización y los procesos. Y esta nueva economía es esencialmente internacional.

Por ello la modernización de la economía requiere, en verdad, no solo de apertura, pero a la vez sin ella no curre tal modernidad porque estamos en pleno desarrollo de la economía del conocimiento y nada hay mas global que el conocimiento. Estamos ante un nuevo modo de profunda modernización económica, productiva, social, laboral y hasta de marco político que requiere inversión innovativa, renovación de modelos de producción, trabajadores con nuevas calificaciones, financiamiento, fácil interacción internacional de empresas y personas, conectividad, derechos subjetivos particulares garantizados, premio a la innovación y facilidad para que emerjan eco-sistemas en los que redes de actores de diverso tipo generan auténticos nuevos espacios públicos no estatales.

Los países están efectuando no pocas reformas para competir en el nuevo tiempo. Algunos reducen ambiciosamente impuestos transversalmente (la alícuota promedio de impuesto corporativo en el mundo cayó 20% en lo que ha transcurrido del siglo); otros ya celebran tratados de libre comercio digital (como lo han hecho Chile, Singapur y Nueva Zelanda); algunos refuerzan la protección a la propiedad intelectual y muchos desrigidizan crecientemente regulaciones en sus economías para permitir alto dinamismo; pero para todos el avance y la modernización se implementan apoyándose en la internacionalidad.

Por eso es útil advertir algo en relación a Argentina: nuestro país no ha avanzado en la línea antes descripta. Somos uno de los 10 países con menor relación entre el comercio internacional y el producto bruto del planeta. Y tenemos apenas un puñado de acuerdos comerciales internacionales vigentes (el principal es el Mercosur, que es el espacio de integración con menos participación del comercio internacional en su producto bruto regional el mundo).

Nuestra desvinculación externa es una de las causas de la baja inversión, el menor crecimiento económico, reducida competitividad, escasa innovación, empeoramiento de la calidad del empleo y problemas cambiarios. Pero además es disonante con lo que está haciendo la mayoría de los países con los que luego debemos competir.