El gobierno está cada vez más decidido que tiene que acelerar el ritmo de devaluación. De a poco empieza a desaparecer la idea que funcionaba como piedra angular de toda la política cambiaria y era que el tipo de cambio real estaba en un nivel competitivo.

Los futuros ya empiezan a descontar un ritmo más acelerado de depreciación del peso oficial y el miedo que aparece ahora es si hay una devaluación sin un plan detrás. Devaluar per se no va a solucionar ningún problema de la economía argentina. De hecho, todo lo contrario, la devaluación trae aparejado costos redistributivos y costos en términos recesivos en relación a la actividad. Incluso, dada la estructura de gastos e ingresos fiscales, tiene hasta un potencial costo en término de las cuentas públicas.

Aquí es donde la causalidad es importante, Argentina no tiene que devaluar y que ese sea el plan, ya lo hemos hecho y no funcionó. Tiene que primero diseñar un horizonte y luego seguramente ese horizonte requerirá un tipo de cambio más alto, asumir el costo y perseguir ese norte.

Ese norte debería tener como premisas básicas la generación de empleo, de divisas, un ritmo de crecimiento de la oferta que acompañe a la demanda y reinstalar a la Argentina como un país competitivo a nivel internacional.

Una simple devaluación y apelar a las ventajas comparativas estáticas lo único que va a generar es puja distributiva y desigualdad. Una política industrial basada en sustitución de importaciones tiene costos para la sociedad y además es muy demandante en divisas. Una apuesta fuerte al sector servicios podría ser insuficiente, cuando uno hace los números no motorizan al país.

La política justamente es la que necesita entrar en juego con más fuerza en este momento, pero con un norte claro. Se va a necesitar de los 3 sectores para conseguir los objetivos mencionados. Es por ello que no es solo trabajo del Ministro de Economía.

Que no sea tarea únicamente del Ministro de Economía no significa que este puede delegar en el resto el diseño del plan. Uno de los pilares para que cualquier norte sea viable es que exista estabilidad macroeconómica. Sin ella, la inversión y las exportaciones serán difíciles de conseguir, las divisas volverán a faltar, la energía volverá a escasear, y nunca tendremos ese desarrollo sostenido que tanto anhelamos.

Quizás el punto que más complique la discusión es el de fomentar políticas de oferta, en nuestro país el escaso crecimiento que tuvo en los últimos 50 años (quitando el 2020) tuvo un perfil extensivo, es decir, se dio por acumulación de factores de producción, no por productividad. Reinstalar el discurso de la productividad en un país que se denigra la meritocracia es casi contradictorio.

El punto este es el que intuyo más complica porque implica repensar el Estado como un actor más en la economía, y uno grande. Uno que debe también salir a competir al mundo y ganar relativamente productividad, sino necesariamente siempre nos veremos obligados a devaluar la moneda para compensar la falta de productividad.

Los países pobres tienen un tipo de cambio más alto estructuralmente que los países ricos. La justificación fue estudiada en la teoría y se conoce como efecto Balassa-Samuelson. Cuando la productividad de los bienes transables relativa a los no transables de un país crece a un ritmo muy lento, se deprecia la moneda doméstica y los países se abaratan, sus monedas tienen menos poder adquisitivo. En Argentina hay que repensar al Estado como un sector que compite con el resto del mundo y el foco para el modelo de desarrollo debe pasar por un eje central de volver eficiente al mismo, no chico, sino competitivo.