Esta semana se cumple el primer año de gestión de Alberto Fernández. La pandemia puso patas arriba al mundo y trastocó todos los objetivos de política económica, dando por tierra con los planes iniciales de gobierno. Por lo tanto, es difícil evaluar estos doce meses: estuvieron demasiado condicionados por el Coronavirus. Sin embargo, recordar las primeras decisiones y realizar un diagnóstico de la situación actual nos permitirá anticipar cómo podría ser el 2021.

Hace (tan solo) un año, el presidente y su equipo tenían como metas principales recuperar el salario real, reactivar la economía y bajar la inflación sin aumentar el déficit fiscal en el camino. Además, se proponían reestructurar la deuda con los acreedores privados y renegociar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Mientras que el segundo objetivo se cumplió o está encaminado, el primero quedó claramente pospuesto y más complicado.

A los pocos días de asumir, el gobierno incrementó las retenciones a las exportaciones agropecuarias y las alícuotas de bienes personales, a la par que creó el impuesto PAIS para la compra de dólares ahorro. En la misma línea, suspendió la anterior fórmula de movilidad jubilatoria, segmentando las actualizaciones por nivel de ingresos -en línea con la inflación para los haberes mínimos, por debajo para las jubilaciones superiores a los 30.000 pesos-. De esta forma, parecía que el virtual equilibrio fiscal primario logrado en 2019 se mantendría este año.

Por otra parte, emulando algunas decisiones del período 2003-2007, se decretaron dos aumentos salariales de suma fija (3.000 pesos en enero 2020 y 4.000 en febrero), en pos de fortalecer los ingresos de los sectores de menor poder adquisitivo -la mejora salarial se diluye a medida que se escala en la pirámide de ingresos- y en consecuencia apuntalar el consumo interno.

Sin embargo, este proceso quedó trunco desde marzo. La llegada del Coronavirus golpeó considerablemente a las cuentas fiscales y a la oferta y la demanda interna. En respuesta, el Poder Ejecutivo expandió el gasto público mediante dos programas tan ambiciosos como novedosos: el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y el programa de Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP). Hasta acá, la reacción del gobierno fue similar a la del resto de los países.

Sin embargo, producto de la crisis de 2018-2019 y de que el Frente de Todos no logró ganarse la confianza de los mercados, el mayor rojo fiscal -no solo por el aumento del gasto, sino también por el desplome de la recaudación- redundó en una emisión récord que, en un primer momento, no fue retirada del mercado. Como resultado, se generó un exceso de liquidez inédito que fue a parar a los dólares paralelos disparando su precio vis a vis la brecha.

Esta dinámica cambiaria provocó la sensación de que el tipo de cambio oficial estaba barato. Aún cuando no hubiera señales importantes de atraso -superávit comercial y de cuenta corriente, en un contexto de fuerte cepo y nulos pagos de deuda en los próximos años-, una diferencia tan importante entre el mercado oficial y el alternativo impulsaron las expectativas de devaluación.

En este marco, se profundizaron los comportamientos de cobertura, tanto en el plano financiero como en el real. Por caso, se comenzaron a adelantar importaciones y producción, en la búsqueda por evitar los efectos negativos de un ajuste cambiario, a la par que en los últimos meses también empezaron a posponerse exportaciones. Como resultado, el Banco Central está en una posición vendedora de divisas en el mercado oficial desde hace más de cinco meses y las Reservas netas cayeron más de 60% en el segundo semestre, perforando los USD 4.000 millones en la actualidad. Por lo tanto, el panorama cambiario es muy delicado.

Hasta octubre, el equipo económico había priorizado los “palos” por sobre las “zanahorias”: en lugar de premiar a la oferta, se había castigado a la demanda, especialmente a través del endurecimiento de los controles a la compra de divisas. Sin embargo, a partir del cuarto trimestre, asomó una tibia política de incentivo a la oferta. En este sentido, se relajaron levemente las retenciones a las exportaciones y el parking a la compra de dólares financieros, se empezaron a ofrecer algunos bonos atractivos pagaderos en pesos -dollar linked y CER-, que sirven para retirar parte del exceso de liquidez privada, y la meta fiscal del año próximo está en vías de endurecerse. Estos cambios, combinados con una intervención activa y constante del Banco Central y la ANSES en los mercados paralelos, ayudaron a frenar una corrida cambiaria que parecía no tener techo.

En este escenario, nos aprestamos a entrar al 2021 electoral. Una economía que se recupera, motivada en parte por una pandemia que cede sumado a expectativas de devaluación y una brecha alta, que impulsan la producción y la demanda de bienes dolarizados. No obstante, en el mismo plano aparece un Banco Central que no tiene casi poder de fuego para superar las presiones cambiarias y una devaluación que no llega, pero que tampoco desaparece.

Por lo tanto, el año que viene presenta dos cursos posibles, bastante distintos entre sí. En el primero, la corrida no se relaja antes de marzo, y las Reservas no alcanzan, de modo que la autoridad monetaria se ve forzada a convalidar las presiones y devaluar, acelerando la inflación y golpeando la incipiente recuperación de la actividad en el camino. En sentido contrario, las tensiones podrían mermar en los próximos meses -ya acumulan más de medio año-, y el Banco Central ganar la pulseada. En este caso, de menor probabilidad de ocurrencia, pero no imposible, el ajuste cambiario se pospone para después de las elecciones de octubre del año que viene y la inflación y la actividad mejoran sus perspectivas en el corto plazo.

Después de perder bastante tiempo y Reservas, el equipo económico pareciera haber empezado a encontrarle la vuelta a la situación. El gran interrogante es si no lo hizo demasiado tarde. Hay que pasar el verano.