La reciente imputación de la administración del Presidente Fernández a una decena de grandes empresas sobre presuntas políticas de desabastecimiento deliberado no ocurrió en el vacío. La friccionalidad entre la política y las empresas en Argentina tiene ya muchos capítulos.

De hecho casi simultáneamente se anuncia una inminente mayor carga tributaria por la derogación del Pacto Fiscal, se obstruye la actividad de importadores restringiendo operaciones de compas externas (mientras hace poco se amenazaba a exportadores de agroproductos con mayores “retenciones” y se limitó el acceso a divisas para cancelar obligaciones financieras de empresas internacionales), a la vez que se ha impuesto el régimen de doble indemnización para despidos, se ha dictado una ley de teletrabajo que es (al contrario de lo que debería) muy restrictiva para las nuevas modalidades operativas y se aprobó una también amarreta ley de economía del conocimiento.

Padecemos una alta desconfianza desde la política hacia las empresas. Es ello lo que genera los vigentes pesados sobrerregulación, hipercontrol y cargosa rectoría gubernamental. Y como contracara es lo que desalienta la inversión, la innovación y el dinamismo productivo.

Argentina es (según el Banco Mundial) el segundo país del mundo en carga tributaria sobre las empresas. Y es uno de los dos países que en el mundo mas afecta con impuestos a los exportadores en relación con la recaudación fiscal total. Además de que según Data Driven nuestro país tiene la mayor presión impositiva relativa a su nivel de desarrollo en el planeta siendo el único en el que los pagos de impuestos y contribuciones superan el 100% de la ganancia neta.

Pero la carga tributaria no es todo: la congestión regulativa, los desbordes en las variables macroeconómicas, la inestabilidad en el ambiente económico, la politización de las decisiones que afectan la microeconómica, la débil institucionalidad que impide la garantía de derechos subjetivos; todos son más ejemplos de lo mismo. Por caso, según IDESA en Argentina las empresas necesitan más del doble de horas de trabajo que en los países de la OCDE para cumplir trámites de la burocracia p+ublica, e incluso 15% más de horas que en Latinoamérica toda.

Un efecto especifico de ello y que ilustra el cuadro es que en el último decenio en Latinoamérica la cantidad de empresas que exportan creció 11%; con casos de altos crecimientos como Paraguay (creció 16%), Colombia (13%) o Brasil (10%); pero en ese lapso la cantidad de empresas exportadoras en Argentina decreció más de 25% (solo en tres países de la región el número descendió). Así, en Argentina (con poco más de 6.000 empresas habilitadas para vender en el exterior) hay menos empresas exportadoras que en México y Brasil (economías más grandes que la nuestra) y también menos que en Colombia, Chile y Perú (y a ello hay que agregar que, en realidad, en ese total no hay suficiente cantidad de empresas que exporten cifras significativas: solo unas 60 empresas exportan más de 100 millones de dólares al año).

Ahora bien: esta puja entre sector público y privado es efecto de una desconfianza que está antes en la metaeconomia que en las propias decisiones gubernamentales. En términos de Ortega y Gasset podría decirse que lamentablemente esta puja se basa más en erradas creencias que en ocasionales ideas. Y como efecto de aquello que las autoridades no ven a las empresas como abastecedoras de necesidades de las personas a través de estrategias productivas sino que las ven como factores de poder que afectan la capacidad política de imponer decisiones por parte de los funcionarios. Y por ende todo pasa desde allí al juego de las pujas y la fricción pública. Hay una dificultad para deslindar ámbitos. Esto, al contrario de lo que entendía Julián Marías cuando firmaba que enormes porciones de la vida deberían quedar fuera de la política.

Es posible que una causa de la citada dificultad sea que no prevalecen en nuestra sociedad los valores de la confianza, la emulación, la competencia y la organización.

Aunque, a la vez, el propio sistema ha conspirado contra las mejores al cerrar durante lustros la economía a la competencia internacional, al desequilibrar la relación entre el sector público y el privado, al discriminar entre elegidas o desechadas. Y como efecto de ello se ha creado un ámbito en el que las más virtuosas tienen dificultades y no pocas de las que perviven son después menos creíbles.

Esta referida dificultad explica un serio problema que está vigente desde hace mucho: la Argentina no cuenta con la mejor herramienta para el progreso del global siglo XXI, que son las empresas internacionalizadas. En el mundo no son relevantes ya los productos sino las empresas. Y especialmente las que logran la principal virtud de la época, que es  la adaptabilidad al cambio permanente (según explica Rita Gunther Mc Grath).

En el siglo XXI en los países prósperos son estas organizaciones productivas las que invierten, crean mayor y mejor empleo, satisfacen a cambio de precios pautados en operaciones espontáneas necesidades de consumidores, y hasta apuntalan la evolución tecnológica. Y una moderna manera en la que los países han logrado mejorar sus estándares de vida es la generación de ecosistemas en los que personas, organizaciones y redes de vinculación de inversión, conocimiento, producción y comercio abastecen necesidades de los demás. Y  conforman lo que G. Parahlad llama ecosistemas, haciendo referencia al valor de la gestión y organización de factores, la creación de un clima común y de métodos y fines compartidos, y la retroalimentación productivo-comercial con aliados – que es lo contrario de lo que vemos acá con la puja entre política y empresas-.

La anulación reciproca que padecemos impide e impedirá el crecimiento económico y el progreso. Porque muestra la evidencia que hay una contradicción sin solución entre desconfiar de las empresas y obtener el desarrollo.