En 2020, el salario real de los trabajadores formales cayó por tercer año consecutivo, acumulando un retroceso cercano al 20% desde 2018. A pesar de que el año pasado había arrancado con una mejora en el poder de compra de los empleados registrados, la pandemia pospuso o directamente suspendió las paritarias, “sustituyéndolas” por acuerdos de estabilidad de puestos de trabajo contra congelamientos del salario nominal.

En este contexto de crisis, se destruyeron un quinto de los puestos de trabajo totales -formales e informales- y las expectativas de una recuperación del poder adquisitivo se derrumbaron. ¿Nos encaminamos entonces al cuarto año consecutivo de caída del salario real?

En virtud de evitar este desenlace, el gobierno tiene dos grandes apuestas: un acuerdo de precios y salarios y controlar al dólar oficial.

Una coordinación entre el sector público, los empresarios y las entidades gremiales pareciera ser un paso necesario para reducir la inflación. Una mesa de negociación general, en donde se discutan las paritarias y los aumentos de precios en torno a un objetivo tripartito sería una interesante novedad, ausente en los últimos años, donde proliferaron demasiadas políticas antiinflacionarias, casi todas con escasos resultados pasados algunos pocos meses.

Ahora bien, antes de instalarse, esta mesa ya tiene dos grandes problemas que resolver. Por un lado, ambos representantes del sector privado -empresarios y trabajadores- están disconformes con sus puntos de partida y piensan que les corresponde un mayor ingreso real del que actualmente posees, de modo que las chances de un acuerdo se reducen.

Es probable que ambas partes tengan razón, aunque no es menos cierto que la actividad económica se desplomó casi 15% desde 2017 y “la torta” a repartir es sustancialmente menor. Lograr acuerdos de este tipo en tiempos de escasez, entonces, suele ser mucho más conflictivo que hacerlo en tiempos de abundancia: independientemente del resultado final, en épocas de “vacas flacas” las partes suelen cerrar la negociación pensando en que cedieron más de lo que esperaban.

Además, para que un acuerdo de precios y salarios sea exitoso es necesario que los precios relativos estén alineados, es decir, que no haya incertidumbre sobre el futuro de este set. Al principio del 2020 esta afirmación podía ser válida. Sin embargo, luego de más de un año y medio de tarifas de servicios públicos congeladas y de caída del 65% del stock de Reservas netas, la estabilidad de precios relativos no está garantizada, tanto objetiva como subjetivamente.

Por lo tanto, la primera apuesta del Poder Ejecutivo para recomponer al salario en este año electoral pareciera tener pocas chances de éxito. La segunda alternativa es tan conocida como efectiva en el corto plazo, pero problemática más allá de unos pocos meses: atrasar al tipo de cambio -y también a otros precios relativos tan importantes como inelásticos: las tarifas de servicios públicos-, mejorando el poder adquisitivo en dólares y, no menor, conteniendo potenciales aumentos en los precios de algunos bienes relevantes como por ejemplo alimentos y bebidas.

En este segundo punto, las posibilidades de éxito son mayores: en un mercado súper-controlado, el cepo suele ser un fuerte aliado de la autoridad monetaria para contener eventuales presiones devaluatorias, aun cuando el costo sea acumular mayores desequilibrios de cara al mediano plazo o, en el extremo, tener que reforzar los controles. En consecuencia, esta segunda opción sí podría ser efectiva para impulsar al poder adquisitivo en 2021.

No obstante, el problema no está solucionado. Por un lado, porque esta medida no es sostenible y agrava las necesidades de corrección posteriores -lo mismo con las tarifas-. A la vez, y no menor, porque el poder de fuego del Banco Central está en mínimos desde 2015, de modo que el aumento de las restricciones a la demanda de divisas para equilibrar el mercado puede ser muy importante, afectando sensiblemente a la actividad productiva -bastante más de lo que ya lo hace en la actualidad-. Por último, porque no es lo mismo “planchar” al tipo de cambio con una inflación mensual promedio del 2,5% y un endeudamiento externo acotado, características del proceso 2013-2015, que hacerlo con una inflación que ronda el 3,5% mensual y en medio de una negociación con el Fondo Monetario Internacional, como sucede hoy. Las probabilidades de éxito son menores en este último caso, mientras que los riesgos presentes y futuros son mayores.

En síntesis, la recuperación del poder adquisitivo durante este año electoral será acotada en el mejor de los casos. Mientras que un acuerdo de precios y salarios parece complicado en un contexto donde casi nadie está conforme con su ingreso real, atrasar al tipo de cambio a fuerza de mayores intervenciones y controles será insostenible más allá de unos pocos meses, agravando los desequilibrios y las necesidades de corrección posterior. Tres años de caída de salario real es mucho. ¿Cuatro será demasiado?