El eco de León XIII y la sombra de Perón: una reflexión sobre justicia y poder en el nuevo papado
Un diálogo entre la Rerum Novarum de León XIII, el peronismo y la raíz agustiniana de León XIV, explora los puntos comunes que los unen en los conceptos de justicia social y bien común. La encíclica propuso equilibrio ético, Perón acción política, y el nuevo Papa podría unir lo divino y lo humano de acuerdo a su formación en San Agustín. Tres visiones, un anhelo: una sociedad justa.
En el murmullo de los siglos, las ideas encuentran su eco. Hay algo en la encíclica Rerum Novarum de León XIII, publicada en 1891, que sigue resonando, como si sus palabras, escritas en la penumbra de un mundo que se debatía entre el humo de las fábricas y el grito de los desposeídos, aún tuvieran algo que decirnos. Aquel Papa, con su pluma firme, trazó una línea que pretendía ser un puente: ni el capitalismo voraz que trituraba al obrero, ni el socialismo que negaba la propiedad y el alma. Fue un intento de ordenar el caos, de devolverle a la justicia un lugar en el corazón de la sociedad.
Hoy, con un nuevo Papa, León XIV, cuya formación agustiniana parece guiarlo hacia las preguntas eternas de San Agustín sobre la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios, cabe preguntarse: ¿qué queda de aquel impulso? Y más aún, ¿cómo dialoga con el peronismo, ese movimiento argentino que, en su ambición de justicia social, tomó las banderas de la Doctrina Social de la Iglesia y las agitó bajo un cielo distinto?
León XIII no era un revolucionario. Era un pastor que veía cómo el mundo se deshacía en desigualdades brutales. En Rerum Novarum, propuso un camino intermedio: el trabajo debía ser digno, el salario justo, la propiedad privada un derecho, pero con un fin social. La sociedad, decía, no era una guerra de clases, sino un cuerpo donde cada parte debía colaborar para el bien común. Sus palabras no eran abstractas; respondían al hambre, al cansancio, a las manos callosas de quienes sostenían un sistema que los ignoraba. La Doctrina Social de la Iglesia, que nació con esa encíclica, se convirtió en un faro ético: el hombre no es un engranaje, sino un reflejo de lo divino, y el Estado, sin avasallar libertades, debía garantizar que nadie quedara atrás.
A miles de kilómetros y décadas de distancia, Juan Domingo Perón leyó esas ideas, o al menos las intuyó, y las hizo suyas, pero con un giro. El peronismo, que emergió en la Argentina de los años cuarenta, no era un tratado teológico, sino un rugido político. Perón hablaba de justicia social, de dignificar al trabajador, de una “comunidad organizada” donde patrones y obreros, en lugar de enfrentarse, construyeran juntos.
Como León XIII, rechazaba la lucha de clases, pero su lenguaje era otro: no el de los altares, sino el de las plazas. En discursos como los del Congreso de Filosofía de 1949, Perón reconocía el legado de León XIII, pero lo traducía a un proyecto nacionalista, con un Estado fuerte que no solo mediaba, sino que dirigía. Donde la encíclica pedía equilibrio, el peronismo exigía acción: salarios, derechos, industrias. La Doctrina Social inspiraba, pero Perón la llevaba a las fábricas, a los sindicatos, a las urnas.
Ahora, con León XIV en el Vaticano, la conversación se renueva. Este papa, formado en la tradición agustiniana, parece mirar el mundo con los ojos de San Agustín, que en La Ciudad de Dios soñaba con una justicia que trascendiera lo humano, pero que también ordenara la vida terrenal. Agustín sabía que los reinos sin justicia eran “grandes bandas de ladrones”, una frase que podría resonar tanto en las críticas de León XIII al capitalismo salvaje como en los reproches de Perón a las élites que ignoraban al pueblo. León XIV, con su formación teológica, podría estar buscando un equilibrio similar: una Iglesia que, como en 1891, hable al mundo sin perder su raíz espiritual. Pero el mundo de hoy no es el de las fábricas humeantes ni el de los descamisados de Perón. Es un mundo de algoritmos, crisis climáticas y desigualdades que se disfrazan de progreso.
La analogía entre estos tres momentos -la encíclica, el peronismo, el nuevo papado- no es solo histórica, sino filosófica. León XIII quería una sociedad justa sin romper el orden; Perón quería justicia, pero con el pueblo como protagonista; León XIV, con su mirada agustiniana, podría estar preguntándose cómo construir una ciudad humana que no olvide lo divino. Los tres comparten una certeza: el bien común no es un lujo, sino una necesidad.
Sin embargo, sus caminos divergen. La encíclica era un llamado moral, universal, que confiaba en la buena voluntad de los poderosos. El peronismo era un proyecto político, concreto, que ponía al Estado en el centro y al trabajador en el corazón. León XIV, aún en sus primeros pasos, parece inclinado a recuperar la pregunta agustiniana: ¿cómo ordenar una sociedad que, sin justicia, se desmorona?
Hay algo conmovedor en esta continuidad, pero también un desafío. El peronismo, con su éxito y sus excesos, mostró que las ideas de justicia social podían transformar una nación, pero también polarizarla. La Doctrina Social, con su claridad ética, sigue siendo un faro, pero a veces se pierde en la complejidad del mundo moderno. Y León XIV, con su herencia agustiniana, tendrá que decidir si su voz será un eco de los principios de León XIII o un nuevo manifiesto para un tiempo que ya no cree en manifiestos. Porque, al final, lo que une a estos tres momentos no es solo la búsqueda de justicia, sino la certeza de que sin ella no hay sociedad que perdure. Y en ese eco, tal vez, está la respuesta que el mundo sigue esperando.