El discurso de apertura de sesiones legislativas ordinarias y la salida del gobierno de Marcela Losardo fueron en la opinión de algunos analistas el certificado de defunción del albertismo. Es difícil acordar con esta postura dado que nunca hubo cosa tal como el Albertismo, salvo en la cabeza de unos pocos que especularon desde abril de 2019 que una vez en el gobierno, se desataría una puja de poder entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner.

En ningún momento Alberto Fernández se propuso disputarle el poder a Cristina Kirchner. Más que a construir poder para eventualmente desafiar a la vicepresidenta, Alberto Fernández se dedicó por un lado a apaciguarla y por otro lado a preservar la unidad del Frente de Todos. Desde un comienzo Alberto Fernández desistió de cualquier intento de construcción política propia, a conciencia que ello implicaría confrontar con Cristina,

¿Por qué Fernández optó por apaciguar en vez de confrontar? La respuesta a esta pregunta solo la conoce el presidente. No obstante, podemos ofrecer algunas explicaciones tentativas. En primer lugar, debe atenderse a la conformación del Frente de Todos. La coalición gobernante comprende a una diversidad de tribus de la gran familia peronista. Dentro de ellas, el kirchnerismo es el grupo con mayor peso específico. ¿Por qué? Porque Cristina Fernández de Kirchner es la dueña de los votos en el conurbano bonaerense, el área más poblada de la provincia que representa un 40% del padrón electoral a nivel nacional.

Del 48% de apoyo obtenido por la fórmula Fernández-Fernández en octubre de 2019 al menos dos terceras partes de los votos (sino más) provinieron del núcleo duro de votantes kirchneristas, en tanto que el resto provino del efecto "embudo" generado por la desaparición del fallido peronismo republicano. Si el Frente de Todos fuera una sociedad por acciones el kirchnerismo es el accionista mayoritario, Massa y los gobernadores son socios minoritarios, y Alberto Fernández el CEO de la coalición.

Una segunda razón radica en el contexto. A diferencia de Néstor Kirchner que recibió de Duhalde una economía en crecimiento, con superávits gemelos, tipo de cambio competitivo e inflación baja, Fernández recibió una situación con menores grados de libertad. Pese a que el gobierno de Cambiemos realizó en sus últimos dos años de gestión un duro ajuste (que lo llevó a perder las elecciones), Fernández heredó una situación compleja en materia de inflación y deuda.

No todo fue herencia por cierto dado que, en nuestra opinión, si el presidente hubiera sorprendido al sector privado y al mercado financiero con una política amigable al mercado, otra sería la historia. Pero su mandato electoral era otro. Tras dos años de caída de la actividad económica, con la inflación al alza, sin acceso al financiamiento externo, y con una coalición opositora derrotada, pero no herida de muerte, Fernández disponía de un margen acotado para librar una batalla interna. Dados estos condicionamientos, lo esencial era preservar la unidad. No solo por los condicionantes iniciales, sino también porque tampoco había una coalición alternativa disponible.

En tercer lugar, la propia personalidad del presidente. A diferencia de Cafiero, Menem, Duhalde o Kirchner, acostumbrados a someterse al dictado de las urnas y a tomar apuestas de alto riesgo, el Presidente desarrolló su carrera política como funcionario o como operador político. Tal vez sea este uno de los tantos motivos por el que Cristina Fernández de Kirchner lo eligió para encabezar la fórmula del Frente de Todos.

Más que la defunción del albertismo los eventos de las últimas semanas completan la kirchnerización del gobierno, algo que era previsible. Dentro del Frente de Todos, el kirchnerismo cuenta con la figura de mayor peso y caudal electoral, una organización con cuadros y control de áreas clave de la administración pública y con un proyecto de poder propio. Tres elementos que ninguno de los otros grupos de la coalición gobernante posee.