La programación institucional argentina -por fuera de la siempre peculiar cuestión vinculada a la justicia nacional de CABA-, reconoce básicamente dos grandes campos judiciales; la llamada justicia ordinaria, que centraliza la mayoría de la conflictividad del país y cuya organización le compete a cada provincia, y la justicia federal, nacida originariamente para supuestos de excepción (según las personas, el lugar o la materia), aun cuando en los últimos años se haya  ampliado bajo criterios cuanto menos dudosos. 

De este modo, existen varios poderes judiciales, circunstancia que da cuenta de un campo integrado por personas de diversas concepciones sobre la sociedad, el poder, el Estado, la economía e incluso sobre la funcionalidad política del derecho y hasta de la propia función judicial. Todo ello torna impropias las generalizaciones o reducciones simplistas muy comunes en el devaluado campo de la comunicación y, por efecto directo, en la base misma de la sociedad.

Lo dicho no invalida admitir que el modelo de organización mayoritario de esos poderes judiciales, así como las prácticas y los discursos, los procesos de gestión y hasta los modos de litigación presentan vicios y debilidades comunes, como tampoco que –en general- los integrantes de los poderes judiciales y, especialmente, las Cortes (tanto la Corte Nacional como las Cortes Provinciales), tenemos una enorme dificultad para reconocer que la ciudadanía no confía en la Justicia, que existen problemas estructurales y de funcionamiento derivados de múltiples factores, que necesitamos mucho diagnóstico crítico como condición para proponer y/o diseñar políticas de transformación o reforma judicial que favorezcan la protección de los derechos de las y los más débiles, el acceso a la Justicia y la posibilidad de una respuesta institucional a los conflictos en un tiempo razonable.

Lo dicho vale, a modo de introducción, a la hora de hablar de una condición esencial del ejercicio de la jurisdicción (y obviamente del Estado de Derecho como pilar del sistema democrático y de protección de los derechos humanos), cuál es la llamada independencia judicial; expresión que –de inicio- denota cierta tautología, en tanto la falta de independencia neutraliza y suprime la esencia de la función jurisdiccional. Un juez no independiente no puede ser imparcial y, consecuentemente, no puede garantizar un debido proceso constitucional. Un juez no independiente no es un juez sino alguien que ostenta formalmente cierta legitimidad de origen (siempre que el proceso de designación haya sido conforme a las exigencias constitucionales, lo cual excluye esa suerte de construcción metafísica –en palabras de Binder- del juez interino, subrogante o trasladado), percibe un salario equivalente al de un juez y goza de beneficios que no son comunes a toda la ciudadanía. Dicho de otro modo, un juez no independiente es una contradicción en los términos. Es, ante todo un inmoral, cuando no un delincuente.

Más las dudas y las discrepancias surgen a la hora de dirimir el contenido, alcance y funcionalidad de la independencia judicial. Es que hay una visión ingenua, casi moralista y superficial de la independencia judicial, como si se tratara sólo de la honestidad de los jueces, de un problema ético o de formación técnica; otra, más inadecuada aún, que exhibe una concepción corporativa y hasta burocrática, vinculada a un juez centrado en el microlitigio, políticamente neutralizado y pretendidamente aséptico. Es obvio que la independencia no puede obviar lo inevitable. Los jueces no son eunucos, tienen ideología (caso contrario deberían ser excluidos del padrón electoral), lo que no pueden hacer es política partidaria, ni transmitirla en sus decisiones y mucho menos prevaricar.

Más en ninguna de estas dos versiones se admite que la independencia judicial es una garantía de los ciudadanos y no un privilegio del juez y que jamás puede invocarse para neutralizar la responsabilidad funcional. Ambas reconocen la misma genealogía, esto es, la idea según la cual el concepto de independencia permite fundar la inviolabilidad del cargo, la intangibilidad de los salarios y la remoción sólo por juicio político (cargos vitalicios); todo lo cual poco tiene que ver con la independencia judicial que, por el contrario, significa autonomía, imparcialidad, apertura a la sociedad y responsabilidad. No en vano y desde la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), la independencia de un juez constituye ante todo y, sobre todo, un derecho humano. 

Y ello nos acerca a una concepción democrática de la independencia donde destaca la responsabilidad política a través de un desempeño activo. Desde esta perspectiva la responsabilidad se presenta como la contracara de la independencia y es ajena a toda concepción corporativa, en tanto el corporativismo, a partir de su aislamiento, no admite controles ni rendición de cuentas. No voy a referenciar aquí a las distinciones tipológicas que, de modo convencional, dan cuenta en orden a la independencia judicial de los conocidos binomios subjetiva/objetiva y, esta, a la vez en externa e interna, desde donde deriva –como señala Slokar- una tercera y muy importante entre fuerte/débil conforme la misión que como actor político guarda el juez en una democracia.

Sí me permito dos aclaraciones: a) corresponde a un juez independiente garantizar  la sumisión del poder al derecho, lo cual supone una total ausencia de subordinación en el ejercicio de sus funciones, pero esta dimensión externa de la independencia no juega sólo frente a los poderes públicos sino también frente a los intereses de los sectores privados, como los económicos, mediáticos, religiosos; b) un juez independiente debe serlo también dentro de su propia estructura; es decir, respecto de los propios magistrados, de un tribunal superior o de una Corte; por ello, una organización judicial horizontal se corresponde con un modelo democrático y republicano y una organización vertical, que distingue jerarquías, se corresponde con uno autoritario y burocrático. Esa independencia interna se sacrifica, en perjuicio del ciudadano, cuando el propio juez delega su función en un secretario o un relator que carece de toda legitimidad para ejercer una función que como la jurisdiccional es constitucionalmente indelegable. Y ello ocurre mayoritariamente en los poderes judiciales el país que no han asumido el sistema de audiencias públicas y orales y mantienen un sistema procesal con base en el expediente escrito (fuente de la cultura burocrática del trámite) y una estructura feudal de juzgado. 

Probablemente muchos problemas se hubiesen evitado si la parte de la justicia que lleva nombre de Comodoro, que ha posibilitado la naturalización de patologías judiciales, denunciadas incluso por el Papa Francisco en la Cumbre Iberoamericana de jueces de 2019 (como persecuciones penales sin delito, pretendidas teorías de la peligrosidad residual para justificar prisiones preventivas ilegales, alimentadas por la alquimia moral según la cual rige para algunos y no para otros, un fiscal procesado todavía en plena actividad, jueces comprometidos de manera ostensible con intereses del poder político de turno, entre otras), no se hubiere resistido persistentemente a la reforma consagrada por la ley nro. 27.063 (2014), que aún sigue pendiente de implementación a nivel federal y que supone desterrar un sistema de justicia absolutamente inconstitucional que, como si fuera poco, está estructuralmente programado para funcionar sin controles y neutralizar la responsabilidad de jueces no independientes. ¿Qué hubiese pasado si se hubiera implementado un sistema de audiencias públicas y orales para todos los actos procesales desde la misma audiencia de formulación cargos? Va de suyo que la política, especialmente quiénes declaman compromiso con la República, no ha sido ni es ajena al sostenimiento de un sistema que repudia la manda constitucional y es de esperar que en el más corto tiempo posible asuma la responsabilidad de implementar definitivamente la reforma.

Entre tanto, y paradojalmente, la mayoría de los jueces de nuestro país permiten afirmar, evocando al molinero de Postdam, que le señala el camino al mismísimo Federico II, que todavía existen jueces en Berlín. Y entre nosotros, los jueces santafecinos ejercen sus funciones entre balaceras y presiones sostenidas de sectores del poder político y siguen haciéndolo, muchas veces acompañados por la soledad de su autonomía.

La construcción de la calidad de la democracia depende en gran medida de dos campos: el judicial y el de la comunicación. Este es uno de los grandes desafíos institucionales: Independencia de la justicia e independencia de los medios de comunicación, campo este último donde las dificultades para alcanzarla son superlativamente mayores.

Más en orden a la primera, y reforma judicial mediante, se trata de generar los mecanismos y herramientas que permitan garantizar la capacidad de los jueces de enfrentar eficazmente la función jurisdiccional que es fortalecer el control de constitucionalidad y convencionalidad, el control de los excesos del poder público y de los poderes privados (poderes salvajes en expresión de Ferrajoli) y fortalecer la ley común, lo que no se puede cumplir si esos jueces en lugar de la ley consolidan privilegios, en lugar de la Constitución permiten la ilegalidad de facto del ejercicio de la función pública y en lugar del control de los poderes públicos y privados, garantizan impunidad a los poderosos de turno.