El proceso electoral que llevó a Pedro Castillo a la presidencia del Perú en junio de 2021 fue eterno y desgastante. Castillo aventajó a Fujimori por 44.058 votos entre más de 17,6 millones de sufragios válidos (50,125% a 49,875%), según había publicado la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE). La elección estuvo marcada por la extrema polarización y la fragmentación. Como muchas democracias de la región, más allá de los problemas económicos y sociales que ha profundizado la pandemia, Perú evidencia una permanente crisis de representación atravesada por la debilidad presidencial.

Los hechos recientes acaecidos en Perú nos remiten inexorablemente al año 2000: el 21 de noviembre de aquel año, el Congreso peruano destituyó al entonces presidente Alberto Fujimori tras 10 años en el poder, argumentando “incapacidad moral permanente” un día después de que él renunciara vía fax desde Japón. En abril de 2009, Fujimori fue condenado a 25 años de prisión por corrupción y violaciones de derechos humanos durante su gobierno. Sus sucesores en la presidencia, Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala tuvieron rendimientos débiles en el puesto y sus nombres quedaron atados a sospechas de corrupción. Así, en abril de 2019, García se suicidaba cuando la policía iba a arrestarlo por la causa de los pagos ilegales de Odebrecht; en mayo, Humala y su esposa enfrentaban formalmente cargos por supuesto lavado de dinero en el mismo escándalo; y Toledo fue arrestado en julio de 2019 en Estados Unidos con fines de extradición a Perú por acusaciones de haber recibido pagos millonarios. En marzo de 2018, horas antes de una segunda votación en el Congreso para el tratamiento de su destitución, Kuczynski renunciaba.  Fue reemplazado por su primer vicepresidente, Martín Vizcarra, quien, el 30 de septiembre de 2019 disolvió el Congreso, y en respuesta, éste último votó suspender a Vizcarra por “incapacidad moral”. Manuel Merino duraría cinco días en el cargo, siendo Francisco Sagasti quien completaría el período iniciado años antes por Kuczynski. Mientras que, en octubre de 2019, Keiko Fujimori era enviada a prisión preventiva mientras avanzaba la investigación de Odebrecht. Fue excarcelada dos meses después, pero fue devuelta a prisión en enero de 2020. Esta larga introducción pone de relieve la supervivencia de la democracia en el país latinoamericano en un contexto de enorme inestabilidad presidencial y corrupción estructural.

Del otro lado, y a contramarcha de la mayoría de los países de la región, Perú cuenta con un congreso unicameral -compuesto por 130 miembros- que tiene múltiples herramientas e instrumentos para limitar el accionar presidencial y que, en un contexto de ausencia de mayorías, resultan sumamente relevantes. La más llamativa es la figura de “vacancia por incapacidad moral del presidente". La vacancia data de la Constitución de 1839 y se ratificó en las 10 siguientes, incluyendo la de 1993. Según el artículo 89-A del Reglamento del Congreso, el pedido de vacancia se formula mediante moción de orden del día, firmada por 20% o más del número legal de congresistas (no menos de 26 firmas). Para admitir el pedido de vacancia, se requiere el voto de al menos el 40% de los congresistas (52 legisladores). Luego, se precisa una mayoría calificada a la hora de definir el estado de vacancia: se requiere una votación calificada no menor de los 2/3 del número legal miembros del Congreso (87 parlamentarios). Es decir, el 20% de los congresistas pueden pedir una moción de vacancia, el 40% puede admitirlo y el 66% puede aprobarlo. A diferencia del juicio político, no se juzga al presidente, solo se pone en entredicho su capacidad para el ejercicio de la función. Frente a esto, Pedro Castillo tenía el apoyo de apenas el 28% del congreso, es decir, 37 diputados sobre 130, lo que se traducía en no contar con el tercio necesario para evitar que el congreso le declare la vacancia.  

Con un legislativo muy fragmentado, los congresistas cuentan con otra herramienta: la moción de censura. De acuerdo con el art. 86 del mismo Reglamento: este pedido lo pueden plantear los Congresistas luego de la interpelación de la concurrencia de los ministros para informar, debido a su resistencia para acudir en este último supuesto o luego del debate en que intervenga el ministro por su propia voluntad. La deben presentar no menos del 25% del número legal de Congresistas, se debate y vota entre el cuarto y el décimo día natural después de su presentación, y su aprobación requiere del voto de más de la mitad del número legal de miembros del Congreso. En caso de resolverse de forma positiva, el Consejo de ministros o los ministros censurados deben renunciar y el presidente de la República debe aceptar la dimisión dentro de las setenta y dos horas siguientes. La censura no es un llamado de atención, no es una advertencia, es una exigencia de renuncia.

Se comprueba aquí que las reglas generan incentivos en las conductas. Y el resultado en estos años ha sido una fuerte inestabilidad presidencial de la mano de un congreso fuerte en el uso de estos instrumentos con una alta fragmentación política.

Como corolario, al mejor estilo de una novela de García Márquez, llegamos a la crisis de estos últimos días.  El Congreso votaba por tercera vez la moción de vacancia. El presidente, en su laberinto, intentó un autogolpe de estado y las instituciones democráticas rápidamente respondieron, aunque muchos presidentes de países cercanos -como Evo Morales (Bolivia) o López Obrador (México) - más próximos al autoritarismo de nuevo cuño que a la democracia, le manifestaron su apoyo.

Ahora, toda la dirigencia política de todos los partidos, tienen por delante el desafío de recuperar la confianza de la ciudadanía en la democracia y trabajar en la solución de los problemas políticos que el país requiere. Esperemos que “los guardianes de la democracia” estén a la altura de las circunstancias.