A poco de cerrar un acuerdo de reestructuración de la deuda con los acreedores privados, la economía argentina naufraga en una crisis de producción con corridas sobre el mercado de cambios. Ni siquiera el valor de los bonos logró recomponerse y el riesgo país se encuentra a valores que inhiben el acceso a financiamiento internacional para el Estado. ¿Fue entonces un fracaso la estrategia de renegociación con los acreedores? Para nada, el acuerdo con los acreedores fue exitoso para despejar los vencimientos de corto plazo y evitar juicios internacionales que inflen judicialmente la deuda. Lo que fracasó no fue el acuerdo con los acreedores sino la fantasiosa tesis de que su éxito derivaría en un shock de confianza que alentaría la reactivación macroeconómica en un contexto de estabilidad cambiaria.

Desde el Centro de Estudios Scalabrini Ortiz (CESO) venimos señalando que la reestructuración de la deuda, exitosa o no, no modificaría los condicionamientos estructurales que enfrenta nuestra economía. En nuestro informe de febrero señalábamos que “las previsiones económicas aún en el caso de una exitosa reestructuración de la deuda son moderadas. El mercado interno se mantendrá relativamente estancado dado un consumo y gasto público real con bajas perspectivas de crecimiento, y una inversión que difícilmente sea el motor de la recuperación dada la capacidad ociosa reinante en el aparato productivo”.

Esas previsiones se agravaron por el impacto de la pandemia, motivo por lo que advertíamos en nuestro informe de junio que “el plan económico original de Alberto Fernández, donde una resolución rápida de la deuda en el marco de una política de acuerdo social, creaba un entorno estable que atraería inversiones permitiendo un crecimiento sostenido donde la brecha externa se desplazaba por el desarrollo de los hidrocarburos no convencionales, ya no existe.”

Quienes defienden la tesis ofertista del “shock de confianza” como motor de la reactivación no dan el brazo a torcer frente a la tozudez de los datos. Sosteniendo dogmáticamente sus posiciones van por más e indican que el acuerdo con los acreedores no fue suficiente, y se precisa un “plan integral” con un “presupuesto equilibrado” (eufemismo para invocar un ajuste del gasto público) para eliminar los controles cambiarios y recuperar la confianza del “mercado”. El resultado de dicho programa es previsible, ya que fue ensayado por Mauricio Macri en sus últimos años de mandato: el recorte de los gastos acentuaría la recesión económica mientras que la eliminación del control de cambios induciría una devaluación en el mercado oficial que espiralizaría la inflación deprimiendo aún más los ingresos reales, el consumo y el nivel de actividad. Con ese programa el oficialismo iría directo a una derrota electoral en 2021, hecho que agudizaría el desmadre económico induciendo la desestabilización política y social.

Frente a la desilusión del “shock de confianza” se impone la necesidad de una política clara de impulso a la demanda que deberá ser inducida por el Estado, único actor que puede incrementar los gastos en un contexto de crisis económica. La clave de dicha reactivación no es sólo un necesario impulso al consumo de la mano de una moderación en el ritmo de la devaluación oficial y una recomposición salarial, dejando de lado los planteos  de un congelamiento de los salarios públicos. Sino, principalmente, un programa de obras públicas que “se  concentre  en  sectores económicos  que  resuelven  demandas  sociales  urgentes  (alimentación, vivienda, salud, educación, seguridad), con amplios multiplicadores del empleo y la actividad, y bajo derrame hacia importaciones y compra de divisas. Esa estrategia impregna el plan Marshall criollo que los movimientos sociales presentaron a Alberto Fernández. Un  programa  que  coincide  en  sus  matrices  centrales  con  los  lineamientos  del  plan Hornero  diseñado  por  el  CESO, donde  se  plantea la  generación  de  500.000  puestos de trabajo anuales con una inversión menor a los 2 puntos del PBI”.