El reciente episodio de la llamada “maestra militante” (más grosero pero integrado por la misma esencia de notables manipulaciones a través de fuentes bibliográficas con las que se malforma a muchos de nuestros jóvenes en la escuela) suma un eslabón a una cadena alarmante en la que puede incluirse el año sin clases presenciales durante la pandemia (Argentina es el tercer país que más semanas padeció con escuelas cerradas total o parcialmente por la pandemia en el mundo, según Unesco).

En la misma cadena puede sumarse la afirmación de una relevante autoridad de una empresa automotriz consistente en que ante la búsqueda de trabajadores para su empresa no han conseguido aspirantes debidamente preparados. 

En el World Population Review se publica un ránking mundial de educación por país (versión 2021) en el que entre 65 países medidos Argentina aparece apenas en el lugar 57 (detrás de Argentina en peor posición solo están Túnez, Azerbaiyán, Albania, Indonesia, Qatar, Panamá, Perú y Kazajstán). Por su parte, en el índice de Capital Humano del Banco Mundial Argentina se ubica apenas en el lugar 69 en el mundo, junto a Uruguay, y en nuestra región están mejor posicionados Colombia, Perú, México, Costa Rica y Chile (estos últimos los mejor colocados en la región; en el mundo los mejores son Singapur y Hong Kong).

Todo esto confirma un déficit que no solo impacta en nuestros días, sino que debilita el futuro. La denominada economía del conocimiento está transformando la globalización y consecuentemente permeando los sistemas de producción, comercialización y trabajo en todo el planeta. Y lo más relevante al respecto es que no se trata de una nueva rama de la economía sino de un fenómeno de transformación que atraviesa todo.

Desde el agro con sus modificaciones genéticas, pasando por el sector automotriz y sus autos eléctricos no tripulados, siguiendo por los productos de la industria del calzado manufacturados en impresoras 3D o por los de la de la alimentación basada en crecientes criterios médicos y apoyada en la más precisa trazabilidad y estándares certificados, y terminando por los servicios que componen más de la mitad de la economía global.

El saber manifestado a través de diversas formas y aplicado a la producción se ha convertido en el principal motor de la producción global y ello se vincula con cada espacio local. Patentes, royalties, propiedad intelectual, know-how, servicios, innovación, ingeniería aplicada, diversas herramientas de creación de reputación y provisión de información a través de los productos, certificaciones y cumplimientos de estándares garantizados (públicos y privados), nuevas tecnologías para la diferenciación de la oferta, diseño, marcas, management, organización y gestión basados en el mejor saber, el llamado “capital intelectual” (como lo denomina P. Sullivan) y varias otras vías de innovación; todo genera una nueva economía.

En un trabajo de hace algunos meses de la World Intellectual Property Organization (WIPO) se explica que los pilares en base a los que este nuevo marco internacional se organiza son tres. Por el lado de los recursos humanos: su formación, sus habilidades y la internacionalidad de los mismos y las migraciones. Por el lado del mercado: la formación de pools de organizaciones (asociaciones espontáneas de actores que interactúan entre sí retroalimentándose) y economía de escala. Y por el lado del conocimiento: información accesible y suficientemente capilarizada (spillover), capacidades tecnológicas disponibles y actualizadas y una naturaleza que interactúe con lo anterior.

Ello está llevando a las empresas a actuar en el marco de alianzas con socios con los que -en cualquier lugar del mundo- generan una nueva oferta, plagada de nuevos “intangibles”. Ron Adner llama a esto ecosistemas de empresas (eco por económico). Redes de arquitecturas vinculares relacionales -en las que lo nuevo se relaciona con qué se hace, cómo se hace y con quién se hace; pero no con dónde se hace-. Y basadas en nuevos atributos competitivos y con una diferenciación basada en la economía “glognitiva”.

Hay por ende que enfocarse a una mejor, pero también una nueva generación del saber. No se trata de más de lo que antes funcionó (y ahora ya no funciona) sino de prepararnos de manera actualizada La educación tiene dos grandes fines: contribuir a generar mejores personas y dotar a los seres humanos de capacidades útiles. Pero ante a novedad una pregunta para hacerse es quién (y cómo) prepara a los futuros trabajadores. En nuestro país la escuela está atrasada y buena parte del sistema universitario sigue trabajando en base a asignaturas y disciplinas que han envejecido y cuyos límites temáticos se han diluido. Muchas “materias” ya no representan un paquete de contenidos sistémico abarcativo adecuado, y las “carreras” no siempre responden a las exigencias amplias de la época. 

Puede resumirse en concreto que hoy el trabajo está requiriendo 5 tipos de habilidades centrales: las básicas (lenguaje, aritmética, lógica), las técnicas (las propias de cada profesión pero también las interdisciplinarias), las instrumentales (computacionales, gestión de la información, manejo de tecnologías), las personales (empatía, optimismo, iniciativa, persistencia, capacidad de resolver problemas, de entender y dar sentido, pensamiento adaptativo y pensamiento crítico, gestión de la carga cognitiva, administración de emociones)  y las sociales (interculturalismo, capacidad de trabajo en equipo, capacidad de organizar y hacer funcionar, adaptabilidad, liderazgo, basamento en roles más que en jerarquías).