No es agradable brindar noticias negativas. Pero, es peor negar la realidad. A partir de un adecuado diagnóstico, surge la esperanza de un cambio, mediante la acción de la ciudadanía.

A continuación, una mirada sobre nuestro mundo.           

La acentuada suba en el precio internacional de los commodities agrícolas, donde la soja y el maíz cumplen un papel relevante, es la mejor noticia de los últimos tiempos. Parece que empezamos con optimismo. Pero no es así.

Como en el mundo del revés, lamentablemente, este fenómeno es visto por la autoridad como una amenaza, en lugar de apreciarlo como un trampolín para la economía. En su errónea visión, comprende al precio de estos commodities como enemigos del salario real, cuando, en  rigor, la fuente de la desgracia está claramente en la inflación.

El caso de la soja merece un párrafo aparte. Por la extraordinaria demanda china más los alicaídos stocks en EE.UU. y las perspectivas inciertas sobre la producción futura de Sudamérica, desde diciembre pasado los precios se han elevado mucho. El problema para nuestro país es que, por la sequía, a principios de año se pensaba en una fuerte baja en el volumen de cosecha estimado. Sin embargo, gracias a las recientes lluvias, la estimación vuelve a ser la inicial. Ahora bien puede hablarse de un volumen de 50 millones, cuando hace tan sólo 30 días, este número parecía algo imposible.

Se suma a ello, un cuadro alentador en la economía brasileña. El vecino país está aprovechando el viento de cola y, por lo tanto, el valor de sus activos viene en crecimiento.

Por eso, debería haber comenzado a mejorar el cuadro de las variables macroeconómicas de nuestro país.

Pero no es así.  Y las perspectivas no son alentadoras. ¿La razón? Fundamentalmente, está en la política claramente adversa a la inversión y, en consecuencia, el riesgo país continúa, aunque poco se hable de ello, en un nivel muy elevado. Se aproxima a 1.500 puntos.

El riesgo país se refiere a la probabilidad de que una nación incumpla con las obligaciones financieras, por razones que van más allá de los riesgos inherentes. Es decir, por las ligadas al entorno macroeconómico, la estabilidad política y el marco jurídico e institucional.

Obviamente, la desconfianza en el futuro de nuestro país, con un alto déficit fiscal y la eventual continuidad de muchas de las restricciones existentes, ante el avance de los casos de coronavirus, pega duramente en tal riesgo.

La Argentina lleva tres años de recesión, y por lo tanto demanda una economía en persistente crecimiento, de tal forma que el soporte fiscal permita afrontar el pago de la deuda, a partir de 2023. Las autoridades económicas quieren alcanzar con el Fondo Monetario Internacional (FMI) un Acuerdo de Facilidades Extendidas. Se buscaría la postergar la devolución de desembolsos efectuados en 2018 y en 2019 por un monto cercano a USD 44.000 millones, que vencen entre 2022 y 2023. Para ello, el FMI exige un programa económico con las reformas necesarias para equilibrar las cuentas públicas.

Pero, lo reiteramos, nada indica que el país camine hacia allí.

Este cuadro es el resultado de la falta de un programa de reformas estructurales que marque un camino con un objetivo claramente determinado, que logre generar confianza.

Uno de los aspectos de mayor preocupación, a partir del cual surgen múltiples problemas que afectan el poder adquisitivo de la gente, es la inflación, cuyo ritmo sigue un recorrido en alza. A comienzos del año pasado, la tasa inflacionaria llegaba al 1,50% mensual. Y a fines del año, se aproximaba al 4%, con perspectivas de mayores alzas, como ya lo estamos comprobando.

La economía, como derivada del manejo político, está dentro de un círculo vicioso. El ritmo de depreciación del tipo de cambio oficial se encuentra arriba del 3% mensual; para no dejar a éste rezagado es, a su vez, propulsor de la tasa de inflación.

Además, la oferta de pesos se incrementa en exceso respecto a lo deseado por la demanda transaccional: en consecuencia, los precios a la larga se disparan.

Parece un despropósito pretender una mejora fiscal ante la ausencia de un programa económico de reformas estructurales. Y eso es lo que propone el gobierno.

La fórmula de ajuste de las pensiones muestra, por ejemplo, cómo es tal despropósito. Esta medida no corrige los desequilibrios.

Como si  la fantasía guiara la acción gubernamental, en el horizonte se aprecia la emergencia de nuevos aumentos en los impuestos, incluso en los ligados a la exportación, pese a la enorme carga tributaria que golpea a la economía formal.

La política comercial que lleva adelante nuestro país resulta anacrónica. Su elevada protección arancelaria es un resabio de la política de sustitución de importaciones y de la influencia de la escuela neoestructuralista latinoamericana.

Para terminar, ¿es posible que el cuadro cambie? Conociendo las profundas raíces neoestructuralistas de las autoridades no parece que, en el mediano plazo, un cambio se haga realidad, al menos considerable.