En 1960, se descubrió petróleo en el Mar del Norte. Como resultado, las exportaciones holandesas crecieron sustancialmente en pocos años y se sumó una nueva fuente permanente de ingreso de divisas al país. De esta manera, el florín, la moneda de los Países Bajos de entonces, se apreció sensiblemente, deteriorando la competitividad-precio de la economía y golpeando al resto del entramado productivo. En consecuencia, una muy buena noticia, el descubrimiento del petróleo, tuvo un efecto negativo sobre el resto de la economía local.

Esta dinámica, conocida como “enfermedad holandesa”, se usa en la literatura económica para explicar cómo la existencia de un sector hiper-productivo e hiper-exportador puede perjudicar a las demás partes de una economía. Se recomienda, entonces, adoptar una política que logre maximizar el aporte del sector generador de divisas -el sector “excepcional”- sin afectar en el camino a las demás ramas de actividad.

¿Por qué retomo este concepto, que aparentemente no tiene nada que ver con la economía argentina de hoy? Porque las apariencias engañan, y efectivamente tiene puntos de contacto con nuestra coyuntura. Veamos.

La economía argentina sufre múltiples problemas cambiarios. A pesar de tener un superávit comercial récord y fuertes controles a la compra de divisas, el Banco Central viene sosteniendo al dólar oficial hace ya varios meses, vaciando sus Reservas netas en el intento. Por lo tanto, este tipo de cambio, esta demanda de dólares y este cepo no pueden convivir mucho tiempo más, especialmente en un contexto de casi nulas Reservas líquidas. Alguien tiene que ceder.

Ahora bien, una devaluación aceleraría la inflación, golpeando al poder adquisitivo y agravando la crisis de la economía real. Por otro lado, este cepo, ya mayor al del período 2012-2015, asfixia el normal funcionamiento de la actividad productiva, desalentando cualquier tipo de planeamiento o inversión que vaya más allá del micro corto plazo. Por último, no parece posible aumentar las Reservas en el futuro inmediato: no es viable exportar más ni que vengan inversiones, y los mercados de crédito en divisas están cerrados para nuestro país.

¿No hay alternativa? Para pensar una salida, puede ser interesante separar a la dinámica cambiaria en dos planos: uno comercial-real y otro financiero. El primero es superavitario y no presenta grandes problemas de atraso. Por lo tanto, el dólar oficial no sufriría grandes correcciones por esta vía.

En cambio, en el segundo nivel sí hay problemas. Producto de la elevada incertidumbre que domina a nuestra economía desde hace algunos años, el stress que aportó la pandemia y, no menor, la desconfianza que tiene una porción significativa del sector privado en el gobierno, hay una demanda de divisas constante por motivos financieros, que redunda en presiones cambiarias siempre latentes.

Alcanzado este punto, tiene sentido volver sobre la enfermedad holandesa. En lugar de un sector hiper productivo e hiper generador de divisas, la economía argentina tiene hoy un sector “hiper deficitario”. Por lo tanto, enfrentaríamos una suerte de “salud holandesa” o enfermedad holandesa a la inversa, donde, sin embargo, las recomendaciones de política son similares: minimizar el impacto del sector “excepcional” sobre el resto de la economía.

Dado que el tipo de cambio oficial es un solo precio que refleja la oferta y la demanda de flujos comerciales y financieros, y que ambos muestran dinámicas incompatibles en la actualidad, podría sincerarse esta situación y separar ambas “realidades”. De esta manera, tendríamos un dólar comercial, que serviría para exportar e importar bienes y servicios, y otro financiero, que serviría, justamente, para las operaciones financieras y de ahorro, además de sectores puntuales que pueden sumarse, como el turismo.

Mientras que el primero estaría en niveles consistentes con el dólar oficial actual y sería el más relevante para determinar la inflación, el poder adquisitivo y el nivel de actividad, el segundo sufriría una depreciación significativa, pero con un impacto menor sobre las variables antes mencionadas. De esta forma, se calmarían las tensiones y se reduciría el golpe sobre la economía real.

Dicho esto, vale remarcar otra diferencia importante con la enfermedad holandesa: la duración del “sector excepcional”. En el caso petrolero, el mismo era permanente: desde entonces y hasta que se agotara el oro negro -demasiados años-, cada vez más divisas ingresarían al país. Por lo tanto, era necesario una política permanente. En cambio, en esta coyuntura, las presiones excepcionales pueden ceder. Aunque este escenario parece muy lejano en la actualidad, podría pensarse en un desdoblamiento formal transitorio, que dure hasta que las tensiones se relajen o normalicen. Una vez que las mismas cedan -algo que hoy suena a largo plazo-, la brecha se achicaría y los costos de unificar el tipo de cambio serían menores.

En resumen, el mercado cambiario argentino tiene hoy un sector “excepcional”, que provoca una sangría de divisas y presiones devaluatorias constantes, mucho mayores que las del resto del entramado productivo. Convalidar estas tensiones originadas en una parte específica de la economía sería muy nocivo para el resto de los sectores, sobre todo considerando la débil situación en que s encuentran. En cambio, sincerar la incertidumbre que caracteriza al escenario actual, insostenible por el drenaje constante de Reservas que causa el stress financiero, podría ser una salida que minimice las pérdidas, especialmente entendiendo que dos precios reflejan mejor la dinámica de dos mercados.