Casi a la misma edad y con horas de diferencia fallecieron recientemente dos periodistas de renombre, César Mascetti y Jesús Quintero. La muerte de las personas públicas suele ser un motivo para la evocación y el balance de su vida y su obra. En esta oportunidad, resaltaremos aspectos sobresalientes que tenían en común: ambos eran prestigiosos y muy respetados en el ámbito profesional, y solían tomar una postura crítica -en el sentido preciso de esa palabra- pero al mismo tiempo cordial con los hechos o con sus ocasionales interlocutores.

El buen clima que generaban en sus reportes no es un factor para soslayar: la metodología prueba que, si transcurre en buenos términos, la parte interpelada estará mejor dispuesta para mostrarse sin defensas ni filtros. Dos ejemplos al pasar: una joven tímida y poco sociable a quien, en una entrevista en el banco de una plaza, Quintero logra hacer hablar, y mucho; el otro, las interesantes definiciones que Mascetti obtiene nada menos que de George Harrison, poco afecto a las entrevistas, en medio de unas vacaciones del ex-Beatle.

Pero la característica en la que centraremos ahora nuestra atención era su habitual postura analítica, lo cual dejaba en evidencia que los dos periodistas hacían su trabajo desde la premisa de que no hay contenidos, discursos o versiones de la realidad que sean objetivamente incuestionables.

La crítica –el examen o análisis detallado de algo– y el cuestionamiento, que es esencialmente dudar, son acciones que en sus principios básicos debemos a Sócrates, uno de los primeros grandes exponentes de la filosofía. La tarea que Sócrates realizara en la Grecia de Atenas se sustentaba en el principio de que todo cuanto pudiera escucharse u observarse era susceptible de ser discutido con vistas a comprender mejor y ampliar el conocimiento. La verdad sobre las cosas había que merecerla porque requería del esfuerzo de su búsqueda.

Es importante aclarar que la duda de Sócrates y sus sucesores, motor del análisis crítico de la realidad, no debe confundirse con un escepticismo sistemático e infundado sobre todo sino como una energizante manera de interactuar, refrescada por el asombro y la curiosidad. Las personas que observan, preguntan y repreguntan, siempre para entender y saber más, hacen de su acción un instrumento que nunca tiene el propósito de incomodar a los demás en vano o por diversión. Parten de un compromiso real y honesto con el conocimiento del mundo. Las personas que inquieren desde el enojo no solo predisponen mal a sus interlocutores, sino que concentran su búsqueda en reforzar sus propios prejuicios.

Cuando los profesores exponemos un tema somos movidos por una “premisa-trampa” tan antigua como el aula: asumimos erróneamente que todos los alumnos, ignorantes de lo que el profesor dice, callan, escuchan y toman nota de nuestras palabras como algo que no se discutirá y se transformará en un concepto para aprehender y volcar en un examen o trabajo práctico. Sin embargo, los resultados del proceso muestran que los estudiantes aprenden más cuando evalúan lo que leen o escuchan, se involucran e intervienen activamente. Los resultados mejoran cuando accedemos a que duden de lo que enseñamos y les ofrecemos los instrumentos intelectuales para hacerlo.

Promover la reflexión a partir de hipótesis o afirmaciones comunes de la vida cotidiana, incentivar la lectura silenciosa y en voz alta dentro del aula, desde consignas y recompensas motivadoras, desincentivar el “memorismo”, estimular la creatividad y el razonamiento crítico: parecen todas premisas del manual de base de la educación. Sin embargo y curiosamente, la propia práctica educativa no las sostiene en el día a día como esos principios mandan. Más aún, desde la perspectiva del alumno promedio, la palabra del docente cuando da clases suele ser un objeto sagrado e inmodificable; de igual modo, el contenido de los textos dados a leer.

El descubrimiento de las partes veladas del mundo o la explicación del ser de las cosas siempre han requerido de personas con una actitud favorable a la sospecha y la indagación, y una relación amorosa con el objeto de conocimiento. Desde el momento en que se asume la premisa de que no existen realmente los emisores y contenidos de los que no se pueda dudar, ya no nos perderemos tanta información. Se abrirá una gran puerta al diálogo y la interpretación como motores de la búsqueda de nuevas y más interesantes perspectivas de todas las cosas.