Argentina puede considerarse un país semiperiférico. El sociólogo norteamericano Immanuel Wallerstein, en su Análisis de Sistemas Mundo describe la estructura económica global como un sistema interconectado, dividido entre el centro, la semiperiferia y la periferia, donde los países centrales dominan la producción y el comercio, explotando a una periferia de países proveedores de materias primas. En esa lógica, existen países semiperiféricos que tienen economías intermedias entre el centro y la periferia: poseen industrias desarrolladas pero dependen tecnológicamente de las economías centrales y su riqueza se genera mayormente del comercio de sus materias primas. 

En su calidad de economía semiperiférica, Argentina viene luchando hace décadas (sin éxito) por encontrar una fórmula que le permita acceder a una mayor riqueza y, en el mejor de los casos (y en el largo plazo) alcanzar el lugar de un país central dentro del sistema-mundo. 

Ha intentado con el modelo temprano de la ISI (industrialización sustitutiva de importaciones), que se agotó en los años ‘70 del siglo pasado; con un modelo neoliberal en los ‘90 y con una nueva revalorización de lo local a principios de este siglo, que ha quedado a mitad de camino por múltiples factores, donde destacan los desacuerdos políticos y escasez de fondos publicos para guiar el desarrollo.

La realidad económica actual nos despierta con una economía hiperglobalizada, con una significativa brecha tecnológica entre el centro y la periferia donde priman las relaciones de cadenas globales de valor (CGV). En las CGV, los países centrales se especializan en actividades de alto valor agregado, como investigación, diseño y comercialización, aprovechando su infraestructura avanzada y capital tecnológico. En tanto, los países periféricos participan en etapas intensivas en mano de obra y recursos naturales, como la extracción de materias primas y la manufactura de productos. 

Esta división del mundo refuerza las desigualdades económicas, ya que el mayor beneficio (mayor valor) es capturado por los países centrales. ¿Y los periféricos? Siguen existiendo en lógicas de dependencia y explotación.

Para complejizar más aún el panorama, hoy las CGV están atravesadas por la pugna de poder existente entre China y Estados Unidos. Como parte central de una puja geopolítica bilateral pero con impactos globales, las tensiones y disrupciones que provoca esta contienda se manifiestan plenamente en múltiples arenas. Así, son afectados los flujos de comercio internacional, los flujos de inversión, la localización de la producción, la logística y la gestión del aprovisionamiento de suministros, sean estos commodities o minerales estratégicos. Un ejemplo claro de esta puja de poder está en la imposición de aranceles y/o restricciones al ingreso-egreso de insumos, tecnologías, equipos y/o servicios de transporte.

Como consecuencia de este escenario surgen disposiciones asociativas que intentan saltar barreras, forzando en muchos casos a firmas manufactureras y tecnológicas a llevar adelante una reingeniería en sus negocios y operaciones internacionales, reajustando ecosistemas de producción: ejemplos son el nearshoring (trasladar producción a países cercanos) y el friendshoring (trasladar producción a países aliados), las cuales ganan relevancia ante las exigencias derivadas de los complejos reacomodamientos geopolíticos. 

En el nudo de la pelea, China, Estados Unidos y la Unión Europea compiten por la proyección de poder basada en capacidades y desarrollos en alta tecnología; aquello que les permita mantener la centralidad.

De este modo, China lidera determinados segmentos (ejemplo: telecomunicaciones), cerrando rápidamente las brechas que otrora tenía con las naciones más desarrolladas, y avanza sin pausa como socio comercial global. En tanto, Estados Unidos intenta frenar el avance chino y sostener ventajas tecnológicas en segmentos como IA, computación cuántica, desarrollo espacial, entre otros, con el fin de atenuar y/o contener los desafíos que amenazan su hegemonía. A su vez Europa está en la búsqueda de la mejor ecuación posible que permita solventar su complejo productivo-industrial y su seguridad colectiva. Por último, América Latina enfrenta los desafíos de su inserción global, en el marco de restricciones estructurales en su nivel de desarrollo, en infraestructura y tecnologías. 

Con el planteo de este escenario, la cuestiones que debería responder la política vernácula son: ¿Cómo nos insertamos en la economía global de forma tal de generar una mayor riqueza para toda la sociedad? ¿Podemos aspirar a mantener y consolidar una pretensión de economía semiperiférica? ¿Podemos pensar en ser una economía central en el largo plazo? ¿O debemos cristalizar las actuales relaciones de vasallaje a un orden mundial que nos etiqueta como periferia y conformarnos con gestionar el escaso valor agregado de commodities y materias primas?

Las preguntas están en el aire y las respuestas hoy navegan en la indefinición de una idea común de nación, de economía y de inserción internacional que deberíamos tener y sostener por décadas como base común de desarrollo. No sirve el cambio de rumbo cada cuatro u ocho años.

El mundo actual está en calibración. Son aquellos momentos donde una buena jugada hace la diferencia; hay que estar a la altura de los desafíos. De la actitud frente a los desafíos depende el futuro del desarrollo nacional. Una actitud colectiva consensuada no se puede soslayar. Al menos en democracia.