Argentina y Chile son casi un experimento natural en política económica. A partir de la década del ’90, el país del peronismo abandonó las políticas relativamente más liberales llevadas adelante por Carlos Menem y volvió a abrazar aquello que Chile había dejado en el pasado décadas atrás. Chile, en cambio, nunca regresó ni a la fracasada “Industrialización por Sustitución de Importaciones”, ni a al expansionismo fiscal financiado con emisión monetaria.

Entre el año 2000 y la actualidad, Chile firmó 26 acuerdos comerciales con otros países, entre los que destacan 16 Acuerdos de Libre Comercio con naciones tan distintas como Perú, China o los Estados Unidos. Argentina, en cambio, apenas firmó 5, y el más reciente, con la Unión Europea, es resistido por el actual presidente Alberto Fernández.

En materia de inflación, desde el 2000 en adelante la tasa promedio observada en Chile fue del 3,6% anual, mientras en Argentina fue del 27,9%. Es decir que prohibir por mandato constitucional que el Banco Central financie los desequilibrios del tesoro ha impedido que Chile tenga una inflación 8 veces más alta que la efectivamente registrada en estos últimos 22 años.

Ambos pilares, el libre comercio y la estabilidad macro económica, contribuyeron a que Chile tuviera mejores resultados en materia de crecimiento y reducción de la pobreza. No obstante, intelectuales y políticos de renombre quieren que Chile se “argentinice”.

Tal vez el último movimiento fallido hacia la “argentinización” fue el proyecto de reforma constitucional. Es que, como muchos analistas e intelectuales, e incluso políticos de la izquierda, notaron antes que yo, el proyecto de reforma tenía muy poco que ver con el espíritu tradicional de una constitución (a saber: controlar el poder del gobierno). En cambio, tenía mucho de similar a una lista de deseos que debían cumplirse con más gasto público.

Por fortuna, el 4 de septiembre los chilenos rechazar el proyecto con una mayoría de 62%.

No obstante, aún persiste el deseo de profundizar en Chile el intervencionismo estatal y el redistribucionismo. La iniciativa recientemente lanzada por el presidente Gabriel Boric para reformar el sistema de pensiones y, entre otras cosas, terminar con las AFP, va en esa dirección. Algunos de los costos han sido ya mencionados: la propuesta de hacer mixto el esquema de pensiones redundará en un mayor costo laboral, lo que a la postre podría reducir el nivel de empleo.

Pero algo más preocupante todavía es que podría ser el primer paso para estatizar completamente el sistema. Eso fue exactamente lo que pasó en Argentina. En el año 2007, y tras 13 años de vigencia de un esquema de capitalización privada como el de las AFP chilenas, la presidente Cristina Fernández de Kirchner abrió la posibilidad para que los aportantes privados eligieran voluntariamente pasarse al sistema público de reparto. Las cifras hablaron por sí solas: el 80% de los trabajadores decidió quedarse en el sector privado.

Tiempo después, en noviembre de 2008, el Congreso de mayoría kirchnerista aprobó (mediante la ley Ley 26.425) la expropiación total y completa del sistema de pensiones y su sustitución por uno estatal, monopólico y de reparto.

El gobierno de Cristina se quedó así con USD 30.000 millones del ahorro de los argentinos, e hizo que éstos dejaran de depender de su propio esfuerzo para pasar a depender de las dádivas del estado. Esta última alternativa, decían, era la más segura para ellos.

Volviendo a Chile, el 4 de septiembre la ciudadanía puso un freno al proyecto de argentinización. Pero la “pulsión de muerte” no termina aún. El proyecto de pensiones de Boric es otro paso en el camino de la decadencia.