Históricamente, Chile se ha visto a sí mismo como un oasis de estabilidad y orden en América Latina. Sin embargo, si miramos la historia con más detenimiento, veremos que largos periodos de estabilidad son seguidos por fuertes estallidos sociales o políticos, que llevan a poner en duda las bases mismas del sistema institucional. Lo vimos en la guerra civil de 1891, en el caos institucional de 1924/5, y en el golpe de Estado de 1973.

En la actualidad, y luego de un cuarto de siglo de consensos, nuevamente estamos en medio de una crisis política. La gran pregunta es, ¿cómo se resolverá?

Por la razón o por la fuerza

El lema estampado en el escudo nacional chileno no se anda con medias tintas. Y si bien en la historia política del país trasandino suele imponerse la razón, no son pocos los casos donde se usa la fuerza. Fue, de hecho, la fuerza de las movilizaciones callejeras lo que llevó a que la dirigencia política iniciara el proceso de cambio constitucional. Pero es el contrabalanceo entre ambas tendencias, lo que permite dar a Chile la estabilidad que no está presente en el resto de América Latina.

El discurso de la fuerza suele estar representado por dos miradas: antagónicas e irreconciliables: O bien esta era la constitución de Pinochet, o bien el cambio constitucional va a convertir a Chile en Venezuela. Usualmente, la realidad suele ser mucho menos atractiva y marketinera que las posiciones radicales.

Por un lado, sería falso afirmar que esta era la constitución de Augusto Pinochet. Si bien efectivamente fue sancionada en 1980, bajo el régimen dictatorial y con las ideas de Jaime Guzmán (UDI), fue reformada en repetidas oportunidades desde 1990. La más grande de estas reformas se produjo en 2005, cuando se modificaron más de 50 artículos, y el Presidente de centroizquierda Ricardo Lagos llegó a afirmar que “Al fin Chile tiene una constitución democrática”. 

Por otro lado, también sería falso afirmar que los cambios constitucionales van a provocar un viraje de Chile al socialismo, o hacia algo que se le parezca a la dictadura venezolana. No solo porque aún quedan varias instancias antes de aprobar el nuevo texto, sino también porque aún existe un consenso amplio en la dirigencia política y social chilena – incluso por sectores que votaron el “apruebo” – en que Chile debe seguir un modelo de mercado económico capitalista e integrado al mundo. Basta con ver el 54% de los votos que obtuvo Sebastián Piñera en las elecciones Presidenciales de 2017 para darse cuenta de ello.

Las constituciones no hacen magia

Las constituciones no hacen magia. Ni blanca ni negra. Parece una obviedad decirlo, pero un país no funciona mejor o peor por adoptar un nuevo texto constitucional. El hecho de consagrar derechos sociales en la Carta Magna no implicará una mejora en las condiciones de vida de la población. Y sino bastaría ver el caso mexicano, que los incorporó en 1917, y tiene cuatro veces más pobreza y diez veces más indigencia que Chile. 

Sin embargo, el gran dilema chileno tiene que ver con el estancamiento de la movilidad social en jóvenes de clase media aspiracional. Resolver estos dilemas dentro del propio modelo que ha dado estabilidad, crecimiento, y reducción de la desigualdad a Chile en los últimos 30 años, es el gran desafío de la dirigencia política, pero también de la sociedad chilena.

El equilibrio entre la razón y la fuerza es una vez más protagonista de la historia chilena.

La nueva constitución de Chile, entre la razón y la fuerza