Hace doscientos años no se conocían los microorganismos patógenos y no existían los antibióticos, ni la anestesia ni la antisepsia. Las principales causas de mortalidad de la época eran consecuencia de las deplorables condiciones de higiene que reinaba en las ciudades y la pobreza de la mayor parte de los habitantes.

La higiene personal no era una preocupación, por el contrario, se suponía que enjuagarse frecuentemente era perjudicial para la salud. Además, se vivía en completo hacinamiento y con ausencia total de saneamiento. Tampoco se contaba con un sistema de agua potable, ni de evacuación de material orgánico ni recolección de residuos. Esta situación empeoraba por la falta de médicos y la necesidad de recurrir a barberos, sangradores, boticarios, manosantas, o simples curanderos. El interior del país sufría consecuencias aún peores que en Buenos Aires, ya que la asistencia médica era prácticamente inexistente en comparación con la ciudad porteña.

La viruela era la mayor amenaza, a pesar de que en 1805 había llegado la vacuna antivariólica. Cuando llegó a Rosario y Buenos Aires, causó muchas muertes, especialmente entre las poblaciones indígenas, muy probablemente debido a la absoluta falta de inmunidad por no tener acceso a las vacunas. Aunque la viruela no era la única enfermedad presente en esa época, debido a que también acechaba el tifus y otras condiciones infecciosas. Entre los niños, las epidemias de tos convulsa y sarampión hicieron estragos, a lo que se sumaban las muertes por “tétanos del recién nacido”, una infección del cordón umbilical de los bebés, conocida como el mal de los siete días.

Pese a que en 1780 se fundó el Protomedicato, la primera organización sanitaria que regulaba el ejercicio de la medicina, el cual pretendía que el arte de curar fuese ejercido exclusivamente por médicos, sustituyendo al curanderismo, faltaban interesados y, por ende, profesionales. Consecuentemente, los barberos y curanderos ofrecían terapias a la población. En 1816, el tratamiento más frecuente era la «sangría» y la gente se hacía sangrar periódicamente, pensando que así depurarían la enfermedad de su organismo. Además, se usaban ungüentos, purgantes, opio, quinina y eméticos (vomitivos) que se incorporaban a las alternativas.

Pasó mucho tiempo para que aprendamos sobre la importancia de la higiene y el cuidado de la salud en general. Es por lo que es menester recordar la importancia de las campañas públicas de vacunación, el lavado de manos frecuente y la ventilación de los ambientes, pero no solo por el COVID, sino por todas las enfermedades contagiosas que circulan, como el sarampión, la varicela, la rubeola o la gripe. Al mismo tiempo, es necesario contar con políticas que aseguren la eficiencia de nuestras instituciones sanitarias, ya que el costo de la ineficiencia en salud se paga con vidas.

Para muchos de nosotros, sería casi inimaginable vivir en las condiciones del siglo XIX. Incluso, se dice que no resistiríamos el olor que circulaba por las calles. Sin embargo, la falta de servicios básicos como también de acceso a los servicios de salud, hace que una parte de la población tenga casi las mismas condiciones. Lamentablemente, en 2022 no hace falta viajar mucho para encontrarnos con una realidad que no dista de lo que sucedía en aquella época. Por eso, tanto los gestores de la salud, como la población, debemos trabajar en conjunto para garantizar un mejor servicio, acorde a los tiempos que corren, y atendiendo las necesidades de las personas.