No alcanza una certificación para liderar
Una organización no necesita personas que solo sepan hacer. Necesita personas que también sepan decidir y, sobre todo, sostener lo correcto incluso cuando no conviene. Esa es la diferencia entre técnica, criterio y valores: y entenderla cambia todo.
"Educar la mente sin educar el corazón no es educación en absoluto", decía Aristóteles. Y no era una frase más. En esa sentencia, pronunciada hace más de dos mil años, está contenida una advertencia urgente para el presente: podemos saber mucho, dominar muchas técnicas, aplicar procedimientos de manera impecable… y aun así, fallar. Fallar como ciudadanos, como líderes, como sociedad.
Aprender una técnica es saber cómo hacer algo. Implica entrenamiento, repetición, dominio de una secuencia. En tiempos donde el mundo laboral exige "aptitudes prácticas" y "habilidades técnicas", esta forma de aprendizaje se ha vuelto predominante. Desde la programación hasta el marketing digital, desde el uso de herramientas de IA hasta el manejo de un Excel, pareciera que lo único valioso es saber ejecutar.
Pero hay un problema de fondo: en muchos espacios -empresas, gobiernos, incluso universidades- se confunde el saber hacer con la capacidad de liderar. Se promueve a jóvenes brillantes por sus habilidades técnicas sin advertir que la conducción requiere otra dimensión: la prudencia. Esa virtud que Aristóteles definía como la capacidad de deliberar bien sobre lo que es bueno y conveniente, no se adquiere por ósmosis ni se descarga como una app. Se cultiva con los años, en el roce con otros, en la experiencia del error y el aprendizaje compartido.
Formar en técnica sin formar en prudencia es como entregar un vehículo de alta gama a quien aún no distingue el freno del acelerador.
Incorporar criterios va un paso más allá. Supone saber cuándo aplicar una técnica y cuándo no. Introduce el juicio, la ponderación, el contexto. Mientras que la técnica es replicable, el criterio es situacional. No hay un algoritmo para decidir bien: hay experiencia, discernimiento, sabiduría. Aquí nos acercamos a la phronesis aristotélica: la prudencia como virtud práctica que permite discernir lo justo y lo conveniente en cada situación.
Pero hay un nivel aún más alto: el de los valores. Porque el criterio puede ayudar a tomar una buena decisión táctica. Pero sólo los valores permiten tomar una buena decisión moral. Los valores no son procedimientos ni protocolos. No se enseñan como se enseña una herramienta. Se modelan, se viven, se sostienen incluso cuando nadie observa.
Ernst Tugendhat sostenía que los valores configuran nuestra identidad. Lo que uno valora, define su modo de estar en el mundo. Y eso excede la técnica y el cálculo. Max Weber lo anticipó: no toda racionalidad es instrumental. La racionalidad ética –la que responde a lo que debe ser– es la que permite fundar decisiones realmente humanas.
Técnicas sin valores producen eficacia sin ética. Criterios sin valores pueden generar decisiones inteligentes pero cínicas. Y valores sin criterio ni técnica pueden derivar en
buenas intenciones mal ejecutadas. Por eso, el desarrollo humano y profesional exige un orden de prioridades: primero ser, luego juzgar, y recién después ejecutar.
Peter Drucker lo dijo con claridad: “No hay nada tan inútil como hacer eficientemente lo que no debería hacerse en absoluto”. No alcanza con ser eficientes. Hace falta ser eficaces en lo correcto. La ética no es el decorado final de la gestión: es el diseño estructural de toda decisión que aspira a perdurar.
Esto es especialmente urgente en tiempos de inteligencia artificial. Mientras nos desvelamos por enseñarle valores a los algoritmos, olvidamos que la ética humana no se programa: se encarna. La UNESCO y la Unión Europea ya lo advierten: sin principios como la transparencia, la justicia y la dignidad, el desarrollo tecnológico puede volverse riesgoso o deshumanizante. Stuart Russell, uno de los grandes pioneros de la IA, insiste en que la clave es alinear la inteligencia artificial con los valores humanos.
Las máquinas pueden imitar comportamientos. Solo las personas pueden encarnar convicciones.
Viktor Frankl lo explicó mejor que nadie: podemos tener medios para vivir, pero si no hay sentido, si no hay valores que orienten, el vacío existencial es inevitable. Y una organización vacía de sentido no puede ser verdaderamente eficiente.
Hoy, universidades como Harvard y Oxford han incorporado programas para formar el carácter de sus estudiantes. No para que aprendan más fórmulas, sino para que adquieran herramientas éticas. Lo mismo hacen cada vez más empresas con sus líderes. Porque el carácter no es una virtud opcional: es la base sobre la cual se construye toda decisión sostenible.
La pregunta clave para quienes enseñan, forman, lideran o inspiran no es "¿qué técnica vas a enseñar hoy?" sino: "¿qué valor vas a transmitir con tu ejemplo?".