En las últimas semanas se ha hablado mucho sobre la apertura de las escuelas y el regreso de los alumnos y los docentes a las aulas. Desde un lado del espectro, el acento está puesto sobre la necesidad de que los alumnos vuelvan a la normalidad de sus rutinas escolares, priorizando el contacto directo con sus docentes y el contexto de sociabilidad con sus compañeros que facilita la escuela y dificulta sobre medida la virtualidad. Del otro lado de la discusión, se señala la permanencia de la crisis del Covid-19, la lenta implementación de los planes de vacunación y los riesgos concomitantes de la crisis sanitaria aún en curso.

Debe saber el lector, desde un primer comienzo, que esta nota no trata sobre ninguna de estas cuestiones.

Considero, por el contrario, que hay aspectos no contemplados en el debate actual que debieran ser interpelados aprovechando que, como nunca en las últimas décadas, el sistema educativo argentino parece encontrarse bajo la lupa. En este sentido, el interrogante que inspira esta reflexión es: ¿para qué sirve realmente tener las escuelas abiertas?

La pregunta no es retórica ni busca generar polémica. Por el contrario, la invitación es a considerar realmente, con la seriedad del caso, para qué sostenemos hoy un sistema educativo como el que tenemos.

Si centramos la atención exclusivamente en la ferviente insistencia con que la oposición política al actual gobierno de Alberto Fernández, los grupos autoconvocados de padres y otras organizaciones del tercer sector, se han manifestado por el regreso a las aulas dejando de lado otras consideraciones, se podría deducir que basta con convencer a los docentes de aceptar los riesgos que muchos otros rubros de nuestra economía han asumido en los últimos meses, para volver a la buena senda.

Sin embargo, desde ya, todos sabemos que esto no es así. Argentina, que otrora supo tener uno de los sistemas educativos modelo en el mundo, en 2018 ocupaba el puesto 63 en cuanto a habilidad lectora según el ya famoso ranking PISA, detrás de países como Chile (43), Uruguay (48) y Brasil (57). En cuanto a competencias matemáticas, ese mismo año Argentina ocupó el puesto 71, detrás de Perú (64), Chile (59) y Uruguay (58). Nótese que uso en la comparativa países de profunda cercanía y ya no aquellos del “primer mundo” con el que alguna vez supimos compararnos. Y aun así, los resultados son preocupantes.

Estos números debieran ser muestra suficiente de la necesidad de considerar que nuestro país se encuentra en una crisis educativa, máxime si tenemos en cuenta, como decía anteriormente, lo que alguna vez fuimos para estos países limítrofes (un modelo a imitar) y lo que somos hoy: el vecino rezagado.

Aun así, considero que la gravedad no se alcanza a dimensionar simplemente por la observancia de estos rankings, sino tal vez sí, en parte, por todo lo que implicó el intento de lograr que el sistema educativo aceptase ser evaluado.

Sin ir más lejos, la propia ex Secretaria de Educación Nacional, Adriana Puiggros, una de las mentes más leídas en los claustros dedicados a la pedagogía nacional, supo decir en marzo de 2020 que “Evaluar no es un elemento de la enseñanza, es un instrumento de control y de selección y está pensado desde una lógica empresarial. Lo que busca es reducir cantidad de alumnos, de docentes, desde una idea meritocrática”. La escuela, para este tipo de intelectuales, es un lugar de heroísmo sacrosanto que no debe interpelarse. Los éxitos (cada día más ausentes) son todos propios, pero los fracasos son externos: la economía, los padres, “el sistema”, los políticos, el neoliberalismo o vaya a saber uno qué.

Esta oposición sistémica e ideológica que encarnaron intelectuales, sindicalistas y un gran número de docentes, respecto a que el sistema educativo en toda su dimensión sea evaluado, da muestras de la endogamia irresponsable con la que gran parte de la comunidad educativa se comporta con respecto a lo que no es otra cosa que un servicio público financiado con impuestos de los ciudadanos y que, por tanto, debe ser auditado, evaluado y reformado, todas las veces que sea necesario para alcanzar ya no solo los estándares que alguna vez tuvimos, sino lo que es más, para convertirlo en uno de los pilares de desarrollo que un país con 62% de los niños por debajo de la línea de la pobreza, necesita con urgencia. Sin embargo, lejos de eso, “la comunidad educativa”, como gusta llamarse a sí misma, se comporta como si la educación fuese una especie de coto propio en donde hacer a sus anchas.

Sin embargo, la responsabilidad de lo que ocurre es compartida y también del otro lado de la puerta de la escuela se ha sido negligente para con este pilar fundamental.

“La escuela hoy es simplemente un canguro”, supo decirme mediante el uso de la jerga docente, una supervisora de primaria durante mis años de gestión. Refería con esta expresión, al hecho de que para muchos padres el colegio se ha convertido meramente en el lugar en donde ubican a sus hijos para poder salir a trabajar, fenómeno concomitante con el hecho de que hoy día, a nivel mundial, la tendencia marca que ambos padres dejan el hogar para obtener una renta mensual que les permita sustentarse. Si la escuela es, como supo decirme esta integrante preferencial de la comunidad educativa, un simple espacio en donde los jóvenes y niños son cuidados por algunas horas al día, entonces la pregunta que inspira esta nota se contesta de este modo: únicamente sostenemos el sistema educativo, como soporte oculto de una matriz productiva, que, como si fuera poco, resulta cada año más decadente.

Desde esta última perspectiva, se comprenden varios fenómenos que ocurren en simultáneo. Por un lado, la capacidad de daño al poder político de turno que han ido adquiriendo los sindicatos, cuando se vuelcan a la desestabilización de gobiernos que, por inconveniencia fáctica o sesgo ideológico, no les son afines. Cada día de paro, desde esta perspectiva, no implica únicamente para las familias un deterioro de las capacidades escolares de sus hijos, sino también, la pérdida de días de trabajo, honorarios por presentismo y erogaciones suplementarias para compensar ese rol de “canguro” que pasó a ocupar la escuela.

Esta perspectiva también permite comprender el por qué hoy día la oposición ha puesto el foco de manera coordinada en una temática prácticamente sin atención en las últimas décadas: los padres difícilmente puedan sostener un segundo año con niños dentro del hogar en horario laboral, máxime si el resto de las actividades de la economía comienzan a regresar a la normalidad. Por tanto, la visualización de esta problemática, implica una obvia capitalización política y tal vez no un interés real que pudo ejercerse en cualquier otro momento de los últimos años.

Esta verdad incómoda suele soslayarse mediante una preocupación fingida por los días de clase perdidos y el impacto que estos tienen, poniendo el foco discursivo en la cantidad y no en la calidad de aquello que dice enseñarse. Y hago esta afirmación, porque pocas han sido las acciones políticas realmente contundentes orientadas a reformar un sistema vetusto, ineficiente y corrupto y del mismo modo pocas, o tal vez nulas, han sido las manifestaciones públicas ciudadanas frente al harto conocido deterioro de nuestro sistema educativo en las últimas décadas. ¿O acaso el lector recuerda alguna marcha masiva frente a la implementación continua de medidas orientadas a que los alumnos egresen del sistema con condiciones cada vez más laxas; sin repetir o “sufrir notas estigmatizantes” y sin que se les exijan contenidos que antaño hubieran resultado no solo mínimos sino hasta ridículos?

Como dice un refrán que ha comenzado a volverse viral en redes sociales, “se puede obviar la realidad, pero no pueden obviarse las consecuencias de ésta”. La desidia cómplice de unos y otros, ha generado entre otras cosas, que la escuela hoy en día se encuentre absolutamente escindida del sistema productivo. Tras un promedio de catorce años de escolarización obligatoria, una mayoría de jóvenes egresa del sistema con serias dificultades para comprender textos simples, mínimas habilidades para adquirir un empleo y prácticamente nulas para convertirse ellos mismos en empleadores, como sí sucede en otras latitudes cada vez más cercanas. Y esto no sucede únicamente por la permanencia de planes de estudio que no contemplan que los jóvenes habrán de insertarse en el mundo de la robótica y la inteligencia artificial, sino del mismo modo, por un profundo sesgo ideológico que se ha ido arraigando en las escuelas y del que rara vez se habla, porque muchas veces resulta ajeno para los padres, incómodo para los políticos y prácticamente letal, para todo buen docente que quiera crecer en su profesión sin tener el veto de los sindicatos. Y si no pregúntese el lector, ¿qué otra cosa que un nefasto sesgo ideológico podría explicar la oposición absurda que han tenido los sindicatos docentes a la implementación de prácticas profesionalizantes en la Ciudad de Buenos Aires?

En el campo de las políticas públicas hay infinidad de fórmulas para el éxito y otras tantas para el fracaso. Sin embargo, si hay un modo certero de garantizar este último es comenzando cualquier análisis con hipocresía. Con la educación, considero, ha sucedido justamente eso. Nos hemos vuelto todos hipócritas, y aún a sabiendas de que existe un enorme elefante en la habitación que consume entre 5 y 6 puntos del PBI nacional cada año, con resultados cada día más paupérrimos, decidimos mirar hacia otro lado.

Walter Lippmann, quizá una de las mentes más brillantes del Siglo XX en cuanto al análisis de la Opinión Pública, solía hablar de las imágenes mentales, como especies de atajos que utilizaba el gran público ciudadano para comprender fenómenos que le resultaban excesivamente complejos y lejanos. Lo que se ha observado en las últimas semanas, es que esa imagen mental que blindaba a la comunidad educativa con una mezcla de nostalgia por lo que la escuela alguna vez fue y la persistencia simbólica de personajes entrañables como aquél encarnado por Cristina Lemercier en la exitosa “Señorita Maestra”, ha comenzado a deshacerse. El romance entre la sociedad argentina y Jacinta Pichimahuida parece haberse terminado, y ya no es suficiente que de vez en vez algún medio muestre a un docente yendo a dar clase en mula en algún lugar remoto, para ocultar la contundencia del fracaso en el que el sistema en sí se ha convertido, más allá del denodado esfuerzo individual de algunos.

Si como advertíamos antes, la hipocresía se dejase de lado y el sistema fuese realmente a interpelarse ya no tan solo bajo la absurda costumbre argentina de ver el mundo desde dicotomías simplistas (escuela abierta sí, escuela abierta no), el camino a recorrer será no solo arduo, sino al mismo tiempo, profundamente incómodo para todos.

Deberá analizarse entonces hasta qué punto el sistema formal de educación ha ocupado un lugar de centralidad en el aprendizaje de los jóvenes y ha apartado de éste a los padres y sus decisiones; se deberá auditar profundamente cómo se asigna el puntaje con el que los docentes adquieren los cargos, qué se enseña en los centros de capacitación habilitados a tal efecto y quiénes son realmente los dueños de éstos; se deberá repensar el sistema de privilegios que otorga el estatuto docente, absolutamente incomprensible para el ciudadano de a pie que sale a trabajar cada día en condiciones totalmente diferentes; deberá dejarse también de romantizar la gratuidad del nivel universitario y evaluarse cuánta es la inversión en ese nivel del sistema y cuáles son los resultados reales que éste genera, a la luz de la expulsión de cientos de miles de jóvenes que terminan luego migrando al sector universitario privado por el criminal uso político que se hace del aula.

Para concluir, comparto una última experiencia personal: al ingresar a una de las tantas escuelas que me tocaba recorrer hace casi diez años atrás, me sorprendí de la limpieza de los patios, el orden de los pupitres, la pulcritud de la bandera argentina izada, y otros tantos detalles que, teniendo ya a esa altura el ojo entrenado en evaluar el área que coordinaba, no solía detectar con tanta asiduidad. Conversando luego con el coordinador responsable de esa excelente gestión escolar, conocí su historia y su triste derrotero, vapuleado sistemáticamente por un contexto pérfido en el cual el no prestarse al uso militante de las aulas y a la bajada política que intentaban imponerle, le había costado varios ascensos y su reclusión en un cargo menor y periférico, a la espera de su jubilación. Aun así, cada día, cumplía su obligación con esa misma profunda responsabilidad que noté al ingresar.

A pesar de la incomodidad que tal vez a muchos les ha causado esta nota, que sirva al menos para reivindicar a los miles de docentes que cada día enfrentan un sistema con los valores invertidos y que por necesidad, miedo o falta de apoyo, se ven absolutamente impedidos de alzar la voz y denunciar todo esto mismo que sí he podido hoy señalar yo .-