La Policía de la Ciudad de Buenos Aires es la fuerza de seguridad con mayor tasa de efectivos policiales de la Argentina. Más precisamente, novecientos numerarios cada cien mil habitantes. Tasa que duplica actualmente la media bonaerense que, para un territorio de casi diecisiete millones de personas, posee una media de apenas cuatrocientos cincuenta efectivos.

Asimismo, cuando hablamos de la Policía de la Ciudad, hablamos también de una ingeniería securitaria de alto nivel económico. Solo para este año, la policía porteña tuvo presupuestado un gasto anual de casi ochenta mil millones de pesos, convirtiéndola en una de las agencias policiales más equipadas de la Argentina.

Pese a la poca extensión de su territorio, la Ciudad de Buenos Aires posee una amplia red de cámaras que vigilan la dinámica de su población de este a oeste y de norte a sur, ello sin contar la ayuda que presta el gobierno nacional para la prevención del delito y la violencia con más de mil efectivos entre gendarmes y prefectos, y toda la red de patrullas viales que hacen de la ciudad de Buenos Aires uno de los distritos más custodiados de la Argentina.

A pesar de todo ello, cabe decir también que el hecho de que la muerte de Lucas González haya ocurrido en la Comuna 4, no resulta inocente. Esta comuna, junto con la Comuna 1, ostenta la mayor cantidad de muertes por hechos violentos de la ciudad desde el año 2015 hasta hoy.

Efectivamente, si se repasan las estadísticas del mapa del delito porteño, durante 2020, estas dos comunas han triplicado la tasa de homicidios dolosos de toda la ciudad, situándolas como dos de los epicentros más violentos del país con índices de homicidios similares a los de Rosario. Para ser concretos, mientras la ciudad de Buenos Aires tuvo en su conjunto una tasa de cuatro homicidios dolosos cada cien mil habitantes, en la Comuna 4 fue de doce, la de la Comuna 1 fue de trece, mientras que la de la ciudad santafesina de Rosario fue de dieciséis.

Por otro lado, hablando de la represión policial porteña y el caso de Lucas, la policía de la ciudad se ha caracterizado por un alto nivel de participación en hechos violentos con desenlace fatal. Tal es así que, según el relevamiento de la Coordinadora contra la represión policial e institucional (CORREPI), durante toda la gestión de Horacio Rodriguez Larreta, la policía de la ciudad tuvo participación en más de ciento veinte muertes, tanto en la ciudad como en el conurbano.

En esta misma línea, cabe recordar que según los datos de la misma fuerza policial porteña, durante 2020 se produjeron en CABA diecisiete muertes en ocasión de intervención de las fuerzas de seguridad que operan en la ciudad. Dato que resulta más relevante si se tiene en consideración que durante el 2019 solo se produjeron siete muertes por participación policial. Es decir, un ciento cuarenta y dos por ciento más de homicidios dolosos en manos de la policía pese a las restricciones a la libertad ambulatoria en el marco de la pandemia del COVID.

Este nivel de violencia es el que exige a las agencias policiales del Estado, en este caso la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, una mayor rigurosidad en el cumplimiento de la ley. Esto lo digo básicamente por la aplicación de un principio básico de la política criminal y del sistema democrático de gobierno, que es que el Estado no puede generar -bajo ninguna circunstancia- más violencia que aquella violencia que intenta prevenir.

Y lo menciono porque si el fin de la política criminal es reducir el delito en el marco del estado de derecho, esto debe suponer un control férreo de los medios elegidos para ello. Por lo que resulta inaceptable que sea la misma fuerza de seguridad aquella que vaya en contra de su mandato legal y constitucional. Este lineamiento de ninguna manera equivale a tener una mirada permisiva sobre la criminalidad ni de la violencia, pero sí rigurosa sobre sus estrategias, medios y fines.

Más para casos como el de Lucas, donde hablamos lisa y llanamente de un caso de gatillo fácil reconocido ya por todo el arco gubernamental porteño. El éxito de una política criminal no se mide en virtud de la potencia de los medios represivos del Estado, ni de la vigorosidad de su fuerza policial, sino por la capacidad que tenga éste de gestionar los conflictos en el marco que establece la ley.