“Lo que sucede es que no tienen puesta la camiseta de la empresa”

Todo consultor que se precie de tal, alguna vez escuchó esta frase proveniente de la boca de algún empresario frustrado por la performance de sus equipos. Quienes muchas veces han fundado prósperas empresas o incluso holdings enteros en base a su esfuerzo y de dedicación personal; en base a horas y horas de trabajo mentado, toma de riesgos y el sacrificio de gustos y placeres, suelen darse de bruces con el hecho de que sus empleados luego, aun cuando en su percepción reciben retribuciones más que justas, “no dejen todo” en la empresa.

El buen consultor, por lo general, permite que un tramo de esas primeras conversaciones de diagnóstico transcurra en este tipo de catarsis liberadora, y luego con sumo cuidado, comienza la penosa tarea de explicarle al empresario que el mundo no funciona así. Ahí es cuando surge la palabra “incentivos”. Vocablo de difícil definición dentro del ámbito de la consultoría, pero que abarca todo aquello que debe estar alineado para que, más allá del voluntarismo, “los viernes de medialunas”, las arengas y “las camisetas de la empresa”, el personal de los diferentes sectores aplique todo su conocimiento y esfuerzo al crecimiento de sí mismos (sí, de sí mismos) y, si todo está bien alineado, también entonces al de la empresa. 

Suele ser este un momento clave en la relación del consultor y su contratante: o este último logra convencerse de la necesidad de ver la gestión de sus recursos humanos desde otro ángulo menos idílico o, como sucede muchas veces, el consultor sale expulsado de la empresa con alguna excusa que oculta el hecho de que el empresario se sintió ofendido por la idea de que “su familia” de empleados (de esta visión surge muchas veces el problema), necesite incentivos para hacer crecer la empresa que no es otra cosa (al menos en su enfoque) que su “segundo hogar”.

La frase sobre los empleados y el “no ponerse la camiseta” es un cliché típico que suele escucharse en ese momento clave en el que las empresas (lo sepan o no) intentan atravesar la transición entre empresa familiar a institucional. Sin embargo, fuera del ámbito privado, también existen otros cliches que se esconden detrás de visiones desinformadas o idílicas y que poco hacen por favorecer la solución a los problemas. En este sentido, y ya en el ámbito de lo social o lo público, muchas veces escuchamos la expresión “los pobres van y se compran zapatillas antes de pensar en el techo que les llueve”. Con variantes, esta expresión se repite muchas veces entre quienes ven ciertos comportamientos como el resultado de una mera falta de voluntad o, incluso (y sobre esto regresaré al final), como una carencia de cultura o valores.

En Argentina solemos usar las palabras hasta que estas pierden sentido. Llevamos décadas y décadas absolutamente conscientes de que tenemos problemas graves a nivel institucional, pero en la práctica, poco hemos hecho para solucionarlos. Sí, hemos conquistado la permanencia de un sistema (casi) republicano desde 1983, pero dentro de éste aún hay mucho por fortalecer, transparentar y modernizar, para que realmente la cuestión institucional transite el mismo sendero que el de los países desarrollados o de los que realmente y más allá del marketing político, se encuentran en vías de desarrollo.

Las instituciones son, si quisiéramos plasmar en este instante una definición sencilla, una serie de normas y reglas conocidas por todos los participantes de ésta, que permiten regular nuestra conducta y hacerla previsible tanto para nosotros como para los demás. La previsibilidad luego, entre otras cosas, facilita la coordinación entre las partes, la resolución de conflictos y, por ende, la cooperación. 

Bien es cierto que esto que parece tan sencillo de decir y comprender, no suele ser tan fácil de conquistar y consolidar. Y menos sencillo es aún aceptar que las instituciones no son solo las políticas (lo primero que pensamos cuando viene la palabra a nuestra mente) sino también las económicas. Permítame el lector decir en este punto entonces, que pocas instituciones resultan más importantes para el desarrollo próspero y pacífico de una sociedad que su moneda. Sí, la moneda, justamente eso que los argentinos destruimos sistemáticamente desde hace casi ochenta años. 

La invitación de esta nota es a considerar cuánto ha influido la destrucción sistemática de nuestra moneda en las conductas cortoplacistas que muchas veces se observan entre quienes menos tienen, y también por qué no, incluso, entre otros segmentos de la pirámide social en la que vivimos. A una moneda que cada día pierde valor, y por tanto es carente de una de sus funciones principales (permitir el ahorro), sumemos un mercado de capitales ridículo en el que el acceso al crédito sano se ha vuelto prácticamente una quimera.

Agreguemos luego, las restricciones sistemáticas a la adquisición de moneda extranjera, refugio de valor alternativo que durante décadas los argentinos han utilizado para evadir, justamente, esa destrucción de la moneda, llevada adelante por los gobiernos. Completemos la ecuación, con la falta de educación financiera de la que adolece todo nuestro sistema educativo, la cínica propaganda que hace de quien compra dólares una especie de traidor a la patria y todo el condimento de cientos de regulaciones, privilegios y rentas que favorecen solo a un pequeño segmento de la sociedad; segmento que suele ser más cercano a la política, los sindicatos y los así llamados hoy "movimientos sociales", que a la actividad privada, verdadera generadora de empleo genuino. 

¿Qué se obtiene con todo esto? Una matriz de incentivos tal en la que es mucho más sensato intentar satisfacer necesidades, gustos o placeres de corto plazo, como un buen par de zapatillas, que intentar inútilmente capitalizarse a futuro, adquirir un techo o “pensar como pensaban nuestros abuelos”, otro cliché nostálgico que oculta más de lo que explica.

Los incentivos favorecen las conductas, las conductas repetidas en el tiempo forman la cultura, la cultura determina el destino de los hombres y de las naciones. Quizá sea este un buen momento (a decir verdad, no se me ocurre otro mejor), para dejar de lado las explicaciones idílicas de por qué nos sucede lo que nos sucede y empezar a trabajar en la consolidación de instituciones que se encuentren realmente alineadas con un futuro sin pobreza, sin violencia y pleno de prosperidad.