Se le atribuye al psiquiatra Tom Andersen la frase que advierte que “el lenguaje no es inocente”; latiguillo utilizado hasta el desgaste en el mundo de la psicología cognitiva y el coaching para indicar que aquello que decimos y, sobre todo, cómo lo decimos, muchas veces termina definiendo el qué hacemos o cómo lo hacemos. De manera equivalente, podríamos decir que ninguna política pública es inocente y que por detrás de cada una existe una cosmovisión o paradigma sutil que la guía y justifica.

La cosmovisión detrás del argumento de que el estado debe financiar la cultura, del mismo modo, dista de ser todo lo pura y casta que muchos creen y que varios argumentan.  A continuación, algunas de las consideraciones fácticas que se encuentran ocultas detrás de las lágrimas de los artistas:

En primer lugar, se toma como válido el argumento de que la ciudadanía no es lo suficientemente culta como para elegir por sí misma qué consumir y qué no. Más de un artista, esta última semana, se ha comportado como una especie de iluminado representante de la cultura que viene a defender un valor que los demás, los “no iluminados”, no aprecian de manera suficiente. A su vez, detrás de esta afirmación, subyace el antiguo principio de origen marxista de la “falsa conciencia”, con el cual las diferentes versiones de la izquierda política han justificado históricamente el avasallamiento de la voluntad manifiesta de los pueblos, cada vez que estos no han procedido como estas pequeñas elites autoritarias han deseado. Paradójicamente, muchos de estos “artistas” dicen pertenecer “al campo popular”, mientras que se comportan con un desprecio manifiesto y supino frente a la elección práctica de un pueblo que no elige lo que ejecutan o proponen.

Si se me permite la digresión, nótese que algo similar ocurre también en el campo de los colectivos organizados en torno a las políticas de género, toda vez que alguna mujer manifiesta públicamente que no se encuentra de acuerdo con lo que intentan imponer y opta por ejercer profesiones que estos grupos consideran “fuera de lo adecuado”.

En segundo lugar, políticas públicas como el INCAA presuponen que la cultura es algo que puede “desaparecer” si no existen acciones estatales que “la defiendan”. Olvidan, desde esta perspectiva, que la cultura es quizá el más esencial de los subproductos humanos, presente no solo en la música, el teatro o el cine, sino en el modo en que cada nación resuelve sus problemas y desafíos cotidianos.

Cultura es el modo de sembrar, cosechar, cocinar los alimentos y resguardarlos; cultura son las vestimentas y las maneras de confeccionarlas, el idioma y los “localismos” gramaticales; cultura son también las maneras de amarnos e incluso de agredirnos, por ejemplificar. Así mismo, detrás de este segundo argumento se esconde la idea falaz de que la cultura es algo estático, cuando en realidad cada uno de los ejemplos anteriormente citados, son el subproducto de decenas de miles de interacciones humanas libres entre sujetos provenientes de latitudes indescifrables, máxime en un país como la Argentina.

Desde este último punto de vista, la cultura también es el resultado espontáneo de aquellas costumbres que, por su valor práctico y simbólico, han vencido al paso del tiempo porque de alguna manera contribuyen al bienestar de la población. También por esto gastar erario para imponer propuestas culturales que el pueblo no elige es no solo fútil sino también un acto autoritario carente de toda ética.

También el INCAA representa la idea de que los artistas son, de algún modo, sujetos privilegiados y esenciales. Desde la postura soberbia que se ha evidenciado estos últimos días, es fácil comprender que estos individuos se consideran a sí mismos portadores de algo tan pero tan valioso que merece que los impuestos les garanticen la vida que ellos creen merecer, como si un herrero, un carnicero, un médico, un mecánico o un contador, por caso, fuesen “meros ciudadanos comunes” en comparación a aquellos que se levantaron un día y decidieron ser artistas. Y digo esto último de este modo, porque es bastante extraño que alguien que depende justamente de un público para existir crea estar tan por encima de éste como para exigir que quienes no lo eligen directamente, lo hagan sin prestar consentimiento con los impuestos que pagan.

El INCAA encarna del mismo modo el intento de ciertas elites intelectuales de utilizar el Estado para propagar las ideas que buscan imponer en la sociedad. Ya Joseph Goebbels supo ver en el cine un vector preferencial para la inoculación de la propaganda del nacionalsocialismo; idea que llevó adelante, justamente, financiando artistas militantes y películas que abonaran los diferentes aspectos de la ideología nazi. Por muy polémica que pueda parecer la afirmación, baste recorrer las películas financiadas por este instituto en las últimas décadas para notar rápidamente que una gran mayoría obedecen a miradas únicas y sesgadas de la realidad que, como el famoso “cañón de luz” de Niklas Luhmann, iluminan algunos aspectos del pasado y del presente, mientras oscurecen otros, encuadrando siempre lo que ocurre y ha ocurrido, de una manera favorable a los intereses del sector izquierdista nacional e internacional. Y lo que es peor: esto se hace de manera oculta detrás de figuras que muchas veces han adquirido cierto prestigio social, lo cual hace a la cuestión incluso más cínica e inmoral.

Estos son algunos disparadores, pero podrían reseñarse varios más. De fondo, el INCAA representa el horror autoritario de quienes progresan en su vida en base a la rosca política, la obediencia, la sumisión, la pertenencia al grupo, la cancelación del pensamiento crítico y la imposición sobre los demás, y no a partir de ofrecer valor a sus pares en un contexto de verdadera libertad.