La nota, una de las tantas de los últimos tiempos, daba cuenta de un pueblo que paulatinamente se queda sin habitantes desde hace décadas. El autor, buscando la cuota de emoción necesaria para que el relato se vuelva interesante, entrevistaba a la directora del único colegio de la zona, que hoy cuenta con los últimos dos alumnos. Esta, a su vez, contribuía con la mirada sensiblera afirmando (palabras más, palabras menos) que la escuela, como el tren, son los motores de un pueblo: “si esta se queda sin alumnos, el pueblo muere”.

Tomarse el tiempo de escribir para repetir lo mismo que muchos poco sentido tiene para mí. Si algo garantiza mejor que cualquier otra cosa que nada cambie es la repetición litúrgica, casi ritual, de las mismas ideas. Y en eso, los argentinos, ya por todo lo hecho en el Siglo XX y lo que va del XXI, tenemos un récord histórico sin igual.  Para no seguir por la misma senda, es necesario desafiar el “sentido común” que, como un ancla, nos ha dejado varados en el medio de una tempestad, medio escorados y con el hundimiento como único horizonte.

Dicho lo anterior, comencemos:

No, a diferencia de lo que afirma la directora (y muchos otros argentinos) no es el tren el que dinamiza los pueblos sino "la matriz productiva” (con todo lo que ese simple entrecomillado implica) la que hace que la existencia de un tren tenga sentido como soporte de la producción y no viceversa. Sí, difícil de entender. Aún así, tan fácil de probar como certero. Baste comprender cómo se dio origen al tren en las distintas latitudes del mundo y, más pronto que tarde, si se deja de lado el relato cuasi místico y la militancia fanática, se descubrirá que la infraestructura de transporte, a lo largo de toda la historia de la humanidad, siempre fue un soporte sucedáneo del descubrimiento de algún tipo de emprendimiento que permitiese augurar la producción de riqueza y no al revés. Desde la antigua ruta de la seda, los viajes por ultramar que dieron lugar al “descubrimiento” de américa, pasando por las fastuosas rutas romanas y cientos de miles de ejemplos más.

No, nadie hace rutas, ni tendidos férreos, ni puentes, solo para salir a pasear o “para unir pueblos”. Se hacen, en la dura realidad de un mundo sin fantasías e ilusiones, para garantizar la provisión de bienes y servicios y, lo demás, viene por añadidura. Punto.

Lo mismo, pero ya avanzando sobre el sentido de esta nota, ocurre con el sistema educativo, cuando este no sirve al interés de un subgrupo de particulares profundamente ideologizados sino a la población en general.

No, la escuela no es en sí una dinamizadora de “pueblos”, como afirma la directora en cuestión para garantizar su sueldo mensual, sino un soporte de un proyecto de país que no puede estar basado en otros pilares que la producción de riqueza y bienestar para la población, salvo que ese país desee convertirse en una gran villa miseria a cielo abierto. Como mencionaba en el caso de la infraestructura de transporte, es luego esa producción de riqueza y bienestar, la que posibilita la unión y el florecimiento de ese pueblo, porque donde reina la escasez, el conflicto se hace presente, extremándose al punto de favorecer la disgregación total, en sus diferentes formas.

Sí, también de ello sobra evidencia presente y pasada, pero los argentinos preferimos por lo general seguir viviendo entre ilusiones y falsedades como los eternos niños cívicos que somos.

Juan Bautista Alberdi, más de un siglo atrás, se cansó de escribirle argumentos a Domingo F. Sarmiento de por qué su sistema educativo, desanclado en gran medida del sistema productivo, generaría esto que vemos hoy. Quien quiera nutrirse con argumentos dignos de un visionario, repase el intercambio fluido entre esos dos grandes héroes de nuestra patria, en el compendio de “Las Cartas quillotanas y Las ciento y una”, y preste especial atención a como a pesar de su genialidad, Sarmiento fue negligente en comprender aquello que el tucumano le afirmaba: un sistema educativo descalzado del sistema productivo solo favorecería una sociedad poco proclive al trabajo, la eficiencia y la producción.

Hoy día, millones de niños son sometidos de forma obligatoria a pasar un promedio de 14 años cautivos de un sistema educativo que no les garantiza la formación necesaria para el mundo que enfrentarán al salir de esa burbuja de extrema artificialidad que es la escuela. Una gran mayoría, de hecho, siquiera son capaces de interpretar un texto, mucho menos de saber como valerse por sí mismos en un mundo cada día más desafiante y carente de contención.

Durante una década y media de sus vidas, en la etapa más importante para la formación de su espíritu, mente y carácter, estos millones son vaciados de sueños propios, sus características individuales y su voluntad de ser y hacer, para llenarse de ideologías vetustas, resentimiento, frustración y un vacío moral y espiritual que solo redunda luego en un desamparo absoluto cuando la realidad del mundo lo espera puertas afuera de ese submundo que el sistema educativo ha creado para preservarse a sí mismo.

En tal sentido, la educación argentina es una estafa colosal de la que diariamente pocos son conscientes, mientras el periodismo cómplice romantiza el flagelo, temeroso de ser atacado por quienes se benefician de este latrocinio y la dirigencia política mira para otro lado, cumpliendo aquella regla conocida de que jamás un político hará visible un problema del que no podrá extraer beneficio propio o a través del cual podría quedar en evidencia su real incapacidad.

Estimado lector, sé que lo aquí planteado desafía muchas de aquellas creencias que ese mismo sistema educativo, ese mismo periodismo y esa misma dirigencia política, ha instalado en Ud. Sé, también, que probablemente se siente hasta atacado por mucho de lo que he dicho. Pero a diferencia de “la comunidad educativa”, que cree que usted no puede opinar de la educación de sus hijos, yo creo en usted.

Es por eso por lo que no lo invito a creerme sino a un simple experimento: esta misma tarde, cuando sus hijos lleguen del colegio, tengan la edad que tengan, siéntese con ellos, pídales sus materiales de estudio, y, mirándolos a los ojos, pregúnteles “qué aprendieron hoy”. Luego, con su respuesta, y siendo usted un adulto que sale cada día a ganarse el pan con el esfuerzo de su trabajo, pregúntese cuál será el futuro de sus hijos a partir de esto que “están aprendiendo”.

Si luego de esta pequeña prueba se convence de que algo de lo que he afirmado en esta nota es verdad, deje de mirar ese edificio educativo con la mirada romántica que le han exigido que tenga para ser “un buen argentino” y empiece a demandar a viva voz que lo dejen de estafar.