¿Qué nos pasa que no podemos ponernos a la altura de muchos países de la región? En los últimos años, Latinoamérica, con algunas excepciones, pasó por una revolución económica que ha logrado cambiar su fisonomía inflacionaria. Hoy, la mayoría de sus países disfrutan de un nivel de inflación semejante al de las economías avanzadas.

Una serie de acertadas reformas han permitido que los Bancos Centrales alcanzaran un mayor grado de independencia del poder político y de su (histórico) alto nivel de discrecionalidad, tan característico en el subcontinente. Se comprendió que la independencia del Banco Central es central para dirigir todo su esfuerzo en pos de la estabilidad de precios. Y se entendió que la madre del borrego está en la creación de dinero.

Así las cosas, la financiación de los déficits fiscales por parte de los Bancos Centrales fue prohibida. Sí, prohibida. La experiencia es hoy contundente: indica que la mayor parte de estos países han conseguido reducir las presiones inflacionarias. Es más, las tasas de inflación se acercan, actualmente, a los niveles de inflación de los países industrializados.  

Una vez controlada la tasa de inflación, y vuelta predecible en el tiempo, sus economías ingresaron en una suerte de  círculo virtuoso donde el que recoge sus frutos es el crecimiento económico a largo plazo.

Pero nosotros no aprendemos la lección. Y las recientes medidas lo demuestran. En nuestro país, las cosas caminan por un carril muy diferente. Lamentablemente. Así, la inflación golpea duramente la inversión. Es que cuando hay inflación, la gente y los inversores prefieren -con toda racionalidad- dedicarle mayor atención a ella que a la productividad y, obviamente, a los costos. 

Por eso, en nuestra economía es menos gravitante la competitividad y la producción que los aspectos financieros de toda empresa y negocio.

Como tenemos un tipo de cambio pautado por la autoridad, el Banco Central debe cambiar el dólar por el peso a una tasa dada, haciendo uso de las reservas de divisas para intervenir el mercado, con la consiguiente pérdida de dólares.

Como la desconfianza en la moneda nacional es enorme, la demanda por dólares aumenta día a día, y así se reducen las reservas. Para no devaluar genera todo tipo de artilugios para acorralar al dólar cuyo valor, en rigor de verdad, no sube pues, en rigor, es el del peso el que baja.

El problema es que la gente huye de la tenencia de pesos. Necesita reservar valor, pero para ello no tiene una unidad local. Así, se dirige con desesperación al dólar.

Mediante el complejo entramado de restricciones cambiarias, cada vez será mayor la cantidad de gente que se dirija al mercado “negro”. Porque lo prohibido -o restringido- acentúa la desconfianza.

El Gobierno está estrechamente ligado al Banco Central y, en esta perversa sociedad, tratan de evitar una devaluación y no perder reservas. Pero, están logrando lo contrario, en un proceso que habrá de agravarse. No logran comprender que la inflación resulta de la cantidad de dinero, de su demanda y de las expectativas sobre el comportamiento del tipo de cambio. La gente está atemorizada y ello induce a demandar dólares o retener mercadería. Nadie quiere tener pesos.

En consecuencia, en lugar de un círculo virtuoso, el nuestro es uno de los pocos países que siguen en un círculo vicioso.

Las medidas anunciadas son apenas un balde de agua en el incendio de un bosque. Por eso la gente huye del peso. Y sin horizonte de salida, a menos que vaya instalándose gradualmente la confianza, nadie va a querer tener pesos. Pero generar confianza exige un esfuerzo, sobre todo fiscal, de tal magnitud que las autoridades no están dispuestas a asumir.