La enfermedad respiratoria producida por el virus Sars-COv-2, es decir la Covid-19, empezó a finales de 2019 en Wuhan, China. El 7 de enero de 2020 los chinos ya habían secuenciado el virus y el 12 de enero se lo habían entregado a la Organización Mundial de la Salud (OMS), lo que permitió el desarrollo temprano de test diagnósticos tipo PCR para su detección. A fines de enero, ya era considerada una enfermedad de riesgo potencial para la salud internacional y el 11 de marzo una pandemia.

El 1° de marzo de 2020 tuvimos la llegada en la Argentina del primer caso importado desde Europa y, apenas unos días después, el 7 de marzo el primer muerto por esta enfermedad. Ha pasado un año y cuatro meses desde entonces y los números son escalofriantes, con más de 93.600 muertos. La tasa de mortalidad del país de 205/100.000 habitantes hasta el momento, sin haber terminado aún la segunda ola, muestra la extrema gravedad de la enfermedad en nuestro territorio.

Ya está claro que en Argentina la jurisdicción más afectada y con peor mortalidad fue la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA). Resulta un dato llamativo, dado que siempre fue la Ciudad más mimada por los indicadores sanitarios, atento a su infraestructura sanitaria muy superior a cualquier otra, a su recurso humano disponible y a una población con más y mejor situación socioeconómica.

Alcanza con que analicemos indicadores como la tasa de mortalidad infantil o materna, para entender a qué me refiero. Los valores de CABA están 2 a 6 veces por debajo de las provincias con peores indicadores. También es cierto que la tasa de mortalidad general es más alta habitualmente en CABA por la distribución demográfica de su población. La proporción de personas mayores de 65 años  en CABA es de 18% y hay provincias con valores muy por debajo de este indicador.  Además, la proporción de pacientes ancianos internados en geriátricos también es mayor en las grandes ciudades.

Si la respuesta sanitaria a la pandemia tuvo que ver con las diferencias observadas en la mortalidad será tema de investigación. Lo mismo que la fiabilidad de los datos. Tema que también debe ser tenido en cuenta al comparar los resultados de nuestro país con otros. Una manera de revisar la calidad de los indicadores de mortalidad por Covid19 es comparar la mortalidad total esperada para los años 2020 y 2021, con la realmente ocurrida. Y este “exceso de mortalidad” atribuirlo al Covid19. Eso sumaría casos no denunciados o no diagnosticados por los sistemas oficiales de registro.

Esto también deberá hacerlo el ministerio de Salud de la Nación, provincia por provincia, ese es su rol rector. La historia de algunos indicadores provinciales como la tasa de mortalidad infantil muestra que la claridad en los registros no es la característica de algunas jurisdicciones. 

Estas semanas ha regresado el tema de la reforma sanitaria a la discusión política. En la comisión de Acción Social y Salud Pública de la Cámara de Diputados de la Nación, que tengo el honor de presidir, no existe hasta el momento ningún proyecto de ley en ese sentido. En realidad no es cierto que una única ley pudiera cambiar el sistema sanitario de nuestro país. La reforma requiere mucho más que eso. 

Para empezar, deberíamos volver a insistir en algunos puntos sobre este aspecto. Lo que se dijo fue que la pandemia había puesto de manifiesto la necesidad de integrar el sistema de salud. Nuestro sistema es un sistema mixto en financiación y mixto en prestación.

En prestación, porque la mitad de las camas de internación de terapia intensiva, de quirófanos y de maternidades, son privadas y, la otra mitad son públicas. Es cierto que este promedio es diferente según la zona y que a menor población y mayores necesidades básicas insatisfechas de la población la proporción de efectores públicos aumenta.

Integrar estos sistemas implica planificar en conjunto la cantidad y calidad de respuestas previstas, para que todos y todas, no importa donde vivamos, accedamos a un estándar de prevención, diagnóstico, tratamiento y rehabilitación. Estos efectores “privados” que son hospitales de comunidad, clínicas y sanatorios, han trabajado heroicamente durante la pandemia y han contribuido a los resultados obtenidos. Su rol excede lo sanitario, son verdaderas “fábricas” de trabajo intensivo que generan servicios, mueven la economía y dan ocupación a muchos argentinos y argentinas en todo el país.

El fraccionamiento de la financiación del sistema es otro cantar. Conviven muchos sectores, como los estatales financiados por rentas generales de cada provincia o el de la Seguridad Social que, a su vez, se divide en las obras sociales, sindicales nacionales, reguladas por la Superintendencia de Seguros de Salud, las obras sociales provinciales no reguladas, el PAMI, y otras más pequeñas como las universitarias y las de las fuerzas armadas, entre otras.

Por último, un sector de seguros privados de salud o prepagas, que en forma directa atiende solo a 2 millones de argentinos y a otros 3 millones que se relacionan con ellas a través de algunas obras sociales sindicales que contratan a prepagas para sus afiliados, que suelen pagar un extra para ello y que si requieren alto costo suelen usar el sistema solidario de la Superintendencia de Seguros de Salud. 

Este sistema de financiamiento tan fraccionado se ve desafiado por el aumento de costos. La inflación sanitaria es mayor que la inflación general. Las paritarias por un lado deben ganarle a la inflación y creo que nadie puede negarle el mejor aumento posible a quienes han hecho el esfuerzo más crítico durante la pandemia. Por otro lado, los insumos dolarizados y el aumento del valor del oxígeno y de los sedantes y relajantes musculares, necesarios para mantener a los pacientes con respirador, han llegado a más del 1000% en algunos de estos insumos críticos.

Este stress en los financiadores públicos se resuelve con aumentos presupuestarios. En las obras sociales debe resolverse por aumento de los aportes y contribuciones, es decir, por mejoras salariales que suelen ir por detrás de la inflación en los últimos años. Y en los seguros privados, por autorizaciones para aumentar las cuotas que, desde ya, implica un aumento inflacionario.

¿Podrán las obras sociales sostenerse solo con los aportes y contribuciones a los valores salariales promedio de la Argentina? Es difícil decirlo, es probable que las más grandes sí, y las más pequeñas no. ¿Deberíamos repensar esta situación? Hoy en la Argentina cualquier actividad gremial tiene derecho y lo ejerce, a tener su propia obra social. ¿No debería esta norma supeditar esto a un número de afiliados mínimo que hicieran que la obra social sea sustentable? 

Hoy el 80% de las obras sociales sindicales no alcanzan a recaudar lo suficiente para cubrir el valor del Plan Médico Obligatorio (PMO), la canasta mínima de servicios garantizados para sus afiliados. Integrar el sistema de salud también debe implicar generar los convenios necesarios para que los distintos financiamientos no impliquen que algún paciente no reciba en tiempo y forma la prestación requerida.

El sistema de salud argentino se debe un gran debate, una reforma consensuada con todas las partes adentro, pero generando sustentabilidad para el futuro. Un debate que no eluda los temas más estratégicos, como son la formación del recurso humano y la estrategia de atención elegida.

Un debate que intente poner de pie a todo el sistema y a nadie de rodillas. Un debate que genere más oportunidades de acceso a servicios de calidad en todo el país. Un debate donde los intereses sectoriales se respeten mientras estos respeten los intereses generales y comunes de todos. Hacia ese debate nos encaminamos.