Un amigo que vive en Londres me contó que hace unas semanas, en su ciudad, ya habían dejado de usar barbijo. Muchos sintieron un alivio y otros una extrañeza, sobre todo lxs niñas y niños nativos del barbijo. Chiques que no llegaban a los dos años se sentían perseguidos por esos rostros al desnudo, se ocultaban detrás de sus padres para que los protejan de esa revelación. La mayoría lloraba tratando de entender por qué ahora esos rostros eran parecidos a los que estaban en casa.

Andar sin barbijo por las calles de la ciudad no es lo mismo que andar sin pensamientos. Ese objeto de tela tricapa con dos elásticos rodeando las orejas ya es, en sí mismo, un significante. Simboliza aquello que nos separa de la amenaza del virus y es a la vez lo que nos iguala. Los años veinte de este siglo serán definitivamente los años del barbijo. Un barbijo introyectado en nuestra vida cotidiana que aun en su ausencia se hace presente.

En la remake del aclamado film de Ingmar Bergman “Escenes from a Marriage” protagonizado por Jessica Chastain y Oscar Isaac, se ve, al comienzo del primer capítulo, a todos los técnicos y maquilladores trabajando con sus respectivos barbijos segundos antes que se dé la orden de “acción”, un adelanto de cómo este objeto se va incorporando a la pantalla sin que a nadie le llame la atención.

A partir de ahora podemos prescindir del barbijo en los espacios públicos, mejor dicho, ya no es obligatorio su uso; es el barbijo para la cartera o para el bolsillo, pero hay otro barbijo que es representado por el imaginario social, un objeto que nos separa del peligro y nos protege de caer en los brazos del COVID-19. Un símbolo que se fue ganando un lugar en nuestra vida cotidiana.

Dice Rebecca Solnit que “las historias se rompen. O se gastan con el uso, o se abandonan. Con el tiempo, la historia o el recuerdo pierden el poder que tenían. Con el tiempo, te conviertes en otra persona”. Me pregunto qué tendrá el tiempo para decirnos durante los años veinte. Cómo seremos recordados en lo que va de esta segunda temporada de pandemia. Qué nos dirán los inviernos que están por venir cuando el frío nos marque el pulso del contagio. Andar sin barbijo no es hacerlo desaparecer, sino sacarlo de la cara para tenerlo a la mano.    

Una tarde de otoño sentí un escalofrío. Iba hacia el microcentro en el subte de la ciudad. Había poca gente envueltas entre bufandas y barbijos. Me senté mirando hacia las estaciones viendo como subía y bajaba gente. Al lado de la puerta automática había un cartel del gobierno de la ciudad que decía “tapate la boca”. Y, como en “El perseguidor” de Cortázar sentí que el mismo movimiento del tren me llevaba al calco que tenían algunos autos en el vidrio de la luneta trasera que decía “el silencio es salud”. Me calmó pensar que, en definitiva, uno enferma por lo que calla y no por lo que dice. El barbijo no tapa, protege y previene.  

Cuando el presidente nos invita a trabajar entre todos, nos está diciendo que su deseo es que, por fin, podamos respirar el mismo aire. Y respirar el mismo aire es conspirar. Una conspiración artliana para el bien común. Ahí donde respiramos nos cuidamos entre todos, ahí donde circulamos debemos ser empáticos con nuestra gente. Porque en definitiva no hay peor descuido que estar contemplándose el propio ombligo.