El suboficial de la policía montada de la Federal nos apuntaba desde arriba del caballo con su pistola reglamentaria, la Browning 9 milímetros que le proveía la fuerza para “cuidar y servir”, según el slogan que tenían pintados en la puerta los patrulleros en aquella época. Era la tarde del 19 de diciembre de 2001 y Fernando de la Rúa todavía no se había subido al helicóptero en la terraza de la Casa Rosada después de renunciar a la titularidad del Poder Ejecutivo y ponerle fin a ese engendro político que fue el gobierno de la Alianza y que se consumió en apenas dos años al calor de las llamas que ardían en las sedes de los bancos.

Con un grupo de periodistas y manifestantes nos habíamos refugiado en la entrada de la casa central del Banco Credicoop, sobre la calle Reconquista al 400. Escapábamos de un grupo de policías montados que hacían correr a sus corceles por las arterias del microcentro como si anduvieran por un potrero en medio de una pampa. Los agentes estaban desaforados, circulaban por la zona en coches de civil, armas en mano, parados sobre los zócalos de las puertas. Y tiraban, tiraban sin parar.

Uno de los caballos se resbaló en el hall de la entrada del Credicoop, a causa de esos baldosones brillantes que deben tener por función imponer respeto y admiración a los clientes que ingresan por primera vez. Uno de los cascos pasó a centímetros de mi cara, hasta que el pobre animal se pudo poner sobre sus cuatro patas y salir de ese lugar de encierro. Los caballos estaban nerviosos y asustados. No sólo por los estruendos, el humo o el fuego. Desde los pisos superiores de los edificios les tiraban a los policías con botellas de plástico cargadas con agua. 

Por esos días, los ahorristas no respetaban, ni admiraban a los bancos, la mayoría quizás pensaba como Bertol Brecht, que “robar un banco es un delito, pero es más delito crearlo”. En el país de la bicicleta financiera, el corralito sobre los depósitos bancarios que impuso el entonces ministro de Economía Domingo Felipe Cavallo tuvo un significado extraordinario y desató una ola de furia que no se pudo detener. El gobierno de Menem, que había terminado apenas dos años antes, había dejado además un tendal de desocupados y la pobreza rondaba el 40 por ciento.

Uno de los ordenanzas del Banco Credicoop se apiadó de los integrantes del grupo que habíamos buscado refugio en la entrada. Nos abrió las puertas y nos dejó pasar. El policía nos apuntaba desde arriba del caballo y le gritaba al empleado del banco que nos hiciera salir. Durante varios segundos que se hicieron eternos miré hacia el cañón de la pistola. 

“¡Dejalos salir! ¡Qué salgan!”, gritaba el agente.

Nuestro héroe se negaba a abrir la puerta. Finalmente, el policía guardó la Browning en la cartuchera y se fue al galope. Un rato más tarde, empezamos a salir, después de lavarnos la cara y aliviarnos el ardor en los ojos como consecuencia de los gases lacrimógenos y el humo.

El diario en el que trabajaba entonces había enviado a la calle a todos los cronistas de policiales, con la convicción de que estábamos más duchos para movernos en medio del caos, el descontrol y los enfrentamientos. Teníamos una gimnasia que se había desarrollado en los años anteriores con la cobertura de los levantamientos de los carapintadas, la toma del Regimiento de La Tablada y los atentados contra la Embajada de Israel y la sede la AMIA. Cuando salimos de la redacción vino también un periodista de la sección Política, pero se volvió al poco rato, más acostumbrado a recorrer pasillos en el Congreso que calles humeantes.

Cerca del mediodía enfilamos hacia el microcentro convertido en un campo de batalla con trifulcas en cada esquina. Sobre Diagonal Norte me encontré con un adolescente de una familia de Adrogué que había venido en tren con su bicicleta. “¿Qué haces acá?”, le pregunté. “Vine a ver qué pasaba. No quería verlo por la tele”, me contestó. “Andate para tu casa, antes de que esto se ponga peor”, le recomendé. Y empezó a pedalear hacia Constitución.

La presencia de ese adolescente de una zona más o menos acomodada del sur del conurbano bonaerense, ilustra sobre la mezcolanza de quiénes eran los que invadían las calles a esas horas. Jubilados de los que van temprano a los bancos para esperar turno en la vereda, empleados de oficina con camisa y corbata, participantes espontáneos que por primera vez iban a una manifestación y militantes de agrupaciones políticas y sociales, que habían florecido en los tiempos de Menem. Había de todo.

Ya a esa hora, toda la zona que iba desde la Plaza de Mayo hacia la 9 de Julio, era un escenario de descontrol. La policía se había empeñado en mantener lejos de la Casa de Gobierno a los manifestantes, que sin ningún orden ni plan arremetían contra las sucursales bancarias de la City y contra los policías. 

Pero quienes más se peleaban con los agentes no eran los enojados clientes de los bancos. Eran muchachos que andaban en pantalones cortos, zapatillas y camisetas de fútbol. Tenían toda la pinta de integrantes de las barras de los clubes, habituados a enfrentarse con la montada a piedrazos en la previa de los partidos.

Con el correr de las horas, sólo quedaron en las calles los más militantes. La situación se había puesto áspera. Y la policía ya no disparaba con balas de goma, tiraba granadas de gases lacrimógenos o usaba los camiones hidrantes. Me encontré con uno de mis compañeros sobre la avenida de Mayo. Estaba en shock. Estuvo en el lugar donde habían asesinado a uno de los manifestantes. En un bar nos dieron agua y alguien nos convidó limón, para hacer frente a los gases.

Después nos fuimos para la 9 de Julio, donde  nos dijeron que la situación estaba pesada. Después supimos que también ahí habían matado a otras personas, aunque a esa hora no teníamos ninguna precisión. Caminando por el medio de la avenida -el tránsito estaba cortado- me encontré con un fiscal federal, que quería ver con sus propios ojos lo que estaba pasando.

Ya estaba bajando el sol, cuando empezamos a volver hacia la redacción. Algún colega de una radio nos contó el final: todo había terminado, De la Rúa había renunciado y dejaba la Casa Rosada en helicóptero. Volví, escribí mi nota y después de la medianoche salí para mi casa. Entonces vivía a una cuadra de la avenida Córdoba al 4500, en el límite entre Villa Crespo y Palermo. En cada esquina, había hogueras, alimentadas con bolsas de basura. Apenas circulaban autos y colectivos. Después de las horas de furia, la ciudad parecía increíblemente tranquila.