El 25 de julio de 1891 se sancionaba en nuestro país la Ley Nacional de Protección de Animales Nº 2786, que en razón de haber sido impulsada (entre otros) por el inigualable Domingo F. Sarmiento, pasó a ser conocida hasta hoy por el apellido del ilustre sanjuanino.

Ciento treinta y dos años más tarde cabe preguntarse por qué este gran estadista, una de las mentes más brillantes que nuestro país supo tener al mando, puso su atención en un tema como la protección de los animales mientras impulsaba reformas en apariencia mucho más importantes como la ampliación del tendido ferroviario y telegráfico nacional, la impulsión de la minería, la gestión del primer censo, la aprobación del código civil y, su obra más reconocida, el combate exitoso del analfabetismo a través de la fundación de más de ochocientas escuelas.

Nadie que conozca algo de la biografía de Sarmiento podría pensarlo perdiendo el tiempo en cuestiones sin importancia, sin embargo, allí estaba el gran prócer a la cabeza de los impulsos para que los animales no fueren maltratados mientras luchaba en simultáneo por la conquista de aquellas políticas públicas que resultaron los pilares sobre los que nuestro país se alzaría frente al mundo.

Quizá (a decir verdad, pocas dudas tengo), Sarmiento y otras ilustres figuras de la época como Bartolomé Mitre, Carlos Guido Spano, Vicente Fidel López e Ignacio L. Albarracín, comprendieron aquello que hoy parecemos haber olvidado: que el ser humano no es un animal psicológicamente parcelado y que aquellos comportamientos que se le permiten sobre los más débiles nutren el espacio común que luego compartimos entre todos en los demás ámbitos.

A pesar de sus modificatorias posteriores, la ley Sarmiento ha quedado obsoleta frente a la realidad que vivimos hoy y así lo saben quiénes dedican su vida diariamente al intento de proteger a los animales. Según cifras actuales, en Argentina existen, entre perros y gatos, 15 millones de animales viviendo en la calle. El 90% de ellos jamás encontrará un hogar y reducirán su expectativa de vida de diez a quince años que podrían alcanzar en cautiverio a un máximo de entre cuatro y cinco años producto no solo de enfermedades como leptospirosis, moquillo, rabia y aquellas otras transmitidas por pulgas y garrapatas, sino por la violencia y el maltrato que se les prodiga a diario sin que muchos hagan realmente algo.

Como decía anteriormente, los “proteccionistas” (como suelen llamarse a sí mismos), llevan adelante en nuestro país una tarea titánica, abnegada, desgastante y dolorosa, que les permite ser testigos a diario de la desidia de los distintos niveles de gobierno y de la enorme crueldad creciente que se aplica sobre los animales. Perros y gatos colgados del cuello con hilos y alambres (un “juego” perverso que se multiplica), animales abandonados con vida en bolsas o ahogados en zanjas y acequias, perras y gatas tiradas con sus crías a la vera de las rutas, son “el paisaje” diario que enfrentan quienes deciden no mirar para otro lado (aunque muchos dirán que más que una “decisión” es un impulso ético irrefrenable el que les impide seguir adelante como si nada)

Hace no menos de una década que los proteccionistas, en tal sentido, reclaman la actualización de la mencionada Ley Sarmiento y su adecuación a las circunstancias que se viven hoy día. Parte de su reclamo tiene que ver no solo con el endurecimiento de las penas para el abandono y la crueldad animal, la creación de unidades policiales especializadas en la temática, campañas públicas de concientización y castraciones masivas, entre otras muchas acciones que han sido llevadas adelante no solo en países del primer mundo sino incluso en nuestros vecinos regionales. En este compromiso, no solo luchan contra la ignorancia de la población, enormes prejuicios atávicos y el desconocimiento de la cuestión por parte de la clase política sino también contra el inescrupuloso lobby de algunos colegios veterinarios que manchados de una supina irresponsabilidad pública y arrastrados por un mero afán de lucro, suelen impedir muchas de las acciones que han probado éxito en otras latitudes.

Argentina ha sido históricamente un país de dicotomías berretas. Como los adolescentes cívicos que somos, hemos sistemáticamente enfrentado nuestra realidad construyendo un enfrentamiento falso entre diadas de hombres e ideas. Es por eso por lo que sé de antemano que esta nota suscitará en muchos la siguiente reacción: “¿cómo puede un politólogo perder el tiempo escribiendo sobre el abandono animal cuando decenas de miles de niños sufren lo mismo diariamente?”.

A quienes así piensen les respondo:

Este próximo 2023 puede ser para Argentina una oportunidad sin igual de dar vuelta la página y dejar atrás definitivamente el derrotero de tristezas y fracasos que nos ha signado como país en las últimas décadas. De alguna manera y a pesar de la “foto actual”, esa oportunidad se respira en el aire y es en cierta manera compartida por la mayoría de nosotros cuando conversamos en la intimidad con nuestras familias y amigos, más allá de gustos políticos y banderías. Sin ir más lejos, el impulso simbólico que hemos recibido de nuestra maravillosa selección de fútbol, con su particular forma de conjugar inteligencia, entrega, talento, humildad y transparencia, es parte de esa vibración de cambio que comenzamos a compartir, conscientes o no.

Sin embargo, a su vez, creer que ese cambio definitivo tiene que ver solo con cuestiones económicas como la inflación o el precio del dólar, implica carecer por completo de esa mirada social y abarcativa que supieron tener personalidades como Sarmiento. En tal sentido, la relación directa entre la falta de normas y el aumento de fenómenos sociales como la violencia o incluso el suicidio (el cuál, aunque se intente ocultar, se encuentra en aumento en todo nuestro país), ya fue señalado hace no menos de ciento cincuenta años por Emile Durkheim, uno de los fundadores de la sociología científica. La anomia que nos circunda y nos “contiene”, es un hecho social conocido y tolerado por nuestra dirigencia política que parece haber abandonado hace décadas su irremplazable rol en la cuestión. Y desde esta perspectiva, considerar que el abandono y el maltrato de animales no guarda una íntima relación con la violencia creciente que se vive en las calles y otros tipos de comportamientos criminales e irresponsables como el que sufren nuestros niños, es simplemente no comprender ni remotamente cómo funciona nuestra especie.

Sin ir más lejos, los más modernos programas educativos a lo largo y ancho del mundo incluyen hoy el cuidado de las mascotas (incluso dentro de las aulas), como un modo fundamental de “socializar” normas básicas de cuidado (y autocuidado) en los niños, al mismo tiempo que se utiliza para detectar de forma temprana agudos cuadros psicológicos que sin tratamiento temprano se traducirían más pronto que tarde en hechos aberrantes ya no solo para con las mascotas sino para con otros seres humanos, según ha probado la psicología hace décadas mediante el estudio del fenómeno de la psicopatía.

Por todo lo expuesto anteriormente, urge que la clase política que esté llamada a liderar los próximos años de nuestro país, comprenda la enorme necesidad de reconquistar ese espacio público abandonado a la violencia y la desidia y hacerlo con una mirada holística que contemple de forma integral la necesidad de nuevas normas que nos ayuden a dar como argentinos nuestra mejor versión. El 2023 podrá, asimismo, ser ese año en que comencemos a transitar por la senda de un país en el cual, ya sin dicotomías berretas de por medio, el orden y la libertad puedan volver a conjugarse como las dos caras de la misma moneda que son y en donde también el cuidado de los más débiles sea realmente política de estado y no solo un mero discurso electoral o una cínica forma de enriquecerse.

En ese marco, la responsabilidad individual, el respeto a las normas y la sacralidad de la vida y su cuidado, deberán sin duda ser los ejes de un presente y un futuro más promisorios.

Y eso deberá incluir también a quienes el gran San Francisco de Asís llamó “nuestros hermanos menores”.