La deuda pública bruta argentina está en su valor más alto en la historia: US$ 343.894 millones a julio de 2021. En términos del PBI alcanza 101%, la proporción más elevada desde 2004. Es un hecho ampliamente reconocido en la literatura económica que magnitudes tan altas de endeudamiento público son nocivas para el crecimiento.

Sin embargo, este tema parece estar ajeno a los debates de cara a las próximas elecciones (salvo contadas excepciones) y, en cambio, está reservado sólo a algunos grupos de economistas y especialistas. Hoy se habla livianamente de crecer, generar trabajo y exportar, sin tener en cuenta que los actuales niveles de déficit fiscal y endeudamiento público hacen insostenible cualquier recuperación.

En primer lugar, porque hacen que la tasa de interés relevante para las inversiones en el país aumente y, en consecuencia, baje la acumulación de capital y el crecimiento de la economía. En un mundo donde las tasas se mantienen en mínimos históricos (de menos de 1%), la deuda soberana argentina paga rendimientos superiores al 15% en dólares. Estos niveles, prácticamente de default, se trasladan al resto del sistema financiero y desincentivan las inversiones de empresas y emprendedores.

Además, estos movimientos en la tasa de interés tienen su correlato en las cuentas
externas del país, generando dinámicas en el tipo de cambio real que golpean al sector
exportador. La competitividad internacional también cae a medida que las empresas argentinas invierten menos y su productividad baja en relación al resto del mundo.

Por otro lado, niveles tan altos de deuda, combinados con un abultado déficit fiscal, incrementan las expectativas de que suba la carga impositiva, menguando todavía más la inversión. Ya hemos validado esto en 2020 y 2021, cuando el Estado nacional creó o aumentó 14 impuestos, incluso mientras la economía experimentaba su peor caída desde 2002. En cambio, otras economías con cuentas fiscales sanas pudieron utilizar los mercados financieros para realizar una política fiscal contra-cíclica.

El impacto es aún más negativo en las economías con baja credibilidad e instituciones
débiles, como la argentina, donde los acreedores perciben un mayor riesgo de default,
explícito o implícito vía licuación. En otras palabras, con instituciones débiles hay una mayor probabilidad de que el Estado no pague en tiempo y forma sus compromisos o utilice la inflación como mecanismo para licuar sus deudas y financiar su déficit. Esto es algo que todo potencial acreedor tiene presente cuando los funcionarios explican las bondades de tener deuda en la moneda que emite el Banco Central.

El hecho de que la economía argentina no esté financieramente desarrollada tampoco
ayuda. El crédito al sector privado alcanza apenas 14% del PBI, mientras que en economías de la OCDE y otros países de América Latina supera el 80%. Como resultado, las distorsiones en tasas y expectativas que introduce el sector público al emitir deuda para financiar su déficit son comparativamente mayores en Argentina que en otros países.

Habiendo hecho estas menciones, podemos decir que normalizar y reducir la deuda a
niveles sostenibles es un paso necesario e ineludible para avanzar hacia el objetivo de crecimiento económico y desarrollo exportador.
Así lo dejó muy claro este jueves el Ministro de Economía, Martín Guzmán, en su presentación ante la Comisión Bicameral de Deuda del Congreso.

No obstante, para lograrlo es necesario reconocer lo evidente: que la deuda pública es la cara visible del déficit fiscal. Si reestructuramos la deuda sin avanzar en una reestructuración del gasto público que sanee las cuentas fiscales entonces ocurrirán dos cuestiones. La primera es que, por ser un proceso poco creíble, la tasa de interés relevante para Argentina seguirá siendo alta y no habrá una recuperación duradera de la inversión y el crecimiento. La segunda es que estaremos gestando el próximo default de deuda soberana y la próxima crisis macroeconómica.