Dos datos de relevancia ocuparon el centro de escena de la semana: la inflación minorista y la mayorista. Mientras la primera se mantuvo en los niveles del mes anterior, consolidando el piso de nominalidad del 6% mensual, la mayorista desaceleró por segundo mes consecutivo.

Si bien esto podría ser visto como un éxito (que parcialmente lo es), gran parte de esa desaceleración responde a una caída de los precios de la carne, lo cual está actuando como contrapeso en la dinámica inflacionaria de los alimentos; principal componente del IPC.

Sucede que actualmente el consumo de carne está en su punto más bajo de los últimos casi 20 años, con un consumo promedio de 47kg por persona por año (vs. 63kg en 2005). Pese a lo desmotivante del dato, no es llamativo puesto que venimos viendo que la indigencia crece más que la pobreza; lo que confecciona el entramado de una sociedad donde los pobres son más pobres entre sí.

En este sentido, el Gobierno parece encontrarse ante una dicotomía donde cualquiera de las dos opciones tendrá repercusiones en el mediano plazo. Por un lado, puede apelar a medidas de congelamiento y acuerdos de precios, más bien con la intención de generar cierto tipo de política de ingresos, de forma que los alimentos aumenten en menor medida que el resto de los productos, suavizando lo que mencionábamos en el párrafo previo. 

Sin embargo, esto no está exento de un coletazo ex post, cuando el acuerdo finalice y los supermercados deban reajustar precios para recuperar el nivel de rentabilidad perdido, lo cual podría ser arriesgado amenazando con reactivar la inercia inflacionaria. Por otra parte, el Ministro de Economía hace equilibrio para evitar el pronunciamiento de atrasos (como en el tipo de cambio) a la vez que delinea las partidas presupuestarias más afectadas para poder cumplir con la meta de reducción del déficit primario. Todo ello soportando los reclamos sociales que derivarán de una mayor nominalidad y menos recursos.

La coalición gobernadora opera como una unidad fragmentada, donde parecen haber dos pilares que son propietarios de la administración, pero ninguno quiere aceptar las deudas y consecuencias de sus acciones. Es quizás este punto el de mayor conflicto, en términos de sostenibilidad y proyección de un país, ya que da cuenta de la kilométrica distancia que separa al oficialismo de la oposición para sentar las bases de un camino a seguir; cuando ni siquiera dentro de la misma coalición una figura se posiciona como referente o garante. El modus operandi son concesiones de poder.

Mientras tanto las semanas y los meses avanzan y continúa sin darse claridad sobre las medidas concretas para que el programa financiero del Gobierno no descarrile en el corto plazo. De momento las respuestas han sido sintetizadas en una palabra: canje. De todos modos, en la última conversión de títulos, sólo el 60% de los bonistas adhirió, donde el 50% de la deuda bajo análisis estaba en manos del sector público. Así, más temprano que tarde, el mercado da a entender que, pese a su disposición a ofrecer financiamiento (cristalizado en un roll over promedio del 160% en lo que va del año), no continuará corriendo como un caballo con anteojeras hasta no despejar la incertidumbre de qué pasará más allá de agosto 2023.

Naturalmente, la respuesta inmediata ha sido un encarecimiento del dólar libre, lo que se conjugó con una recategorización de la deuda soberana en pesos, la cual bajó de calificación y ahora es más riesgosa que la deuda en dólares, pese a que la brecha cambiaria es del 100% y las reservas netas tan solo 0,8% del PBI. Parece ser que el riesgo país en 2.400 bps nos quedó corto.