A las políticas tributarias de nuestro país -a nivel federal, provincial y municipal- les calza perfectamente la frase de un sector del movimiento feminista que sostiene que “el Estado opresor es un macho violador”. En nuestro caso, los contribuyentes que -todavía- se encuentran en el sistema vienen siendo ultrajados desde hace años por un monstruo cada vez más gigantesco, insaciable, que avanza cada día más sobre una economía destruida.

Actualmente se aplican en todos los niveles de gobierno 166 impuestos, con algunas excentricidades dignas de ser destacadas a nivel mundial, como el impuesto PAIS, el impuesto al cheque -que atenta contra la formalización de la economía- y los derechos de exportación, que en nuestro país alcanzan hasta la prestación de servicios y atentan contra la generación de divisas, en conjunto con un brutal desdoblamiento cambiario.

Los pasos que viene adoptando el gobierno en materia tributaria no son para nada alentadores; no sólo porque revierten algunas de las pocas cosas buenas que se venían plasmando en este ámbito en los años anteriores, sino porque van en un sentido completamente opuesto y con el acelerador apretado.

Una de las iniciativas más cuestionables es el freno del Consenso Fiscal, instrumento que -entre sus objetivos más importantes- propendía a reducir la incidencia del más distorsivo de los impuestos, que es el que recae sobre los ingresos brutos, así como la casi eliminación del medieval impuesto de sellos.

En otro orden, la segunda moratoria de la actual gestión aparentemente tendió un alivio a las empresas grandes, pero esto es engañoso, pues les colocó requisitos cambiarios de cuasi imposible cumplimiento. En los hechos, esto ha implicado dejar fuera del régimen a muchas empresas grandes con deudas regularizables, atentándose en contra del éxito de la propia amnistía fiscal. Estas cláusulas fueron incluidas con un tinte claramente ideológico, el mismo que ha inspirado el flamante proyecto de impuesto (¿extraordinario?) a la riqueza, que golpea fuertemente -y de manera confiscatoria- a patrimonios -en el sistema, claro- de determinada magnitud. Pretende inclusive perseguir y castigar a sujetos que se relocalizaron -por la fuerte presión impositiva del país- y hasta a quienes se desapoderaron de activos.

Estos patrimonios ya habían sido golpeados fuertemente por la reimplantación del impuesto sobre los Bienes Personales, gravamen que nació en los 90’ como un verdadero impuesto a la riqueza, pero que ahora incorporó una alícuota agravada para bienes en el exterior. A ello cabe agregar los efectos del ahora derogado gravamen a la renta financiera y el default de la deuda soberana, que ya habían destruido parte de los ahorros de muchos inversores locales.

El referido tándem “Bienes Personales-Impuesto a la Riqueza” olvida no sólo las altas tasas de impuesto a la renta vigentes, sino también otros impuestos que ya se aplican sobre el patrimonio en nuestro país: inmobiliario, automotor, tasas municipales que se calculan sobre los ingresos brutos, etc.

A lo anterior se ha agregado en los últimos días la idea disparatada de elevar al 41% el impuesto a las ganancias para las personas humanas de mayores ingresos, sector de la población que siempre se termina ampliando para el fisco, como producto de la inflación y la falta de actualizaciones en los mínimos aplicables. Al poco tiempo fue desmentido por el Gobierno este proyecto, pero no descartamos que se trata de un “globo de ensayo” con el objetivo final de aprobar otro aumento en la presión fiscal: volver a elevar la alícuota de ganancias aplicable a las corporaciones al 35%, pero con el agravante de agregarle una sobretasa del 10% para la distribución de utilidades.

Esto ya se practicó cuando el actual gobernador de la Provincia de Buenos Aires era Ministro de Economía y no redundó en un aumento en la recaudación que justifique la modificación legal. Además, en el contexto actual, una iniciativa así implicará colocar al país en clara desventaja frente al resto de los países de la región, que poseen alícuotas más competitivas (así como también mayor estabilidad jurídica). A ello también cabe agregar otro de los proyectos que han trascendido, consistente en eliminar la posibilidad de aplicar el ajuste por inflación, aspecto que la legislación ha debido reconocer en los últimos años por la abrumadora cantidad de precedentes judiciales que ha obligado al fisco a no gravar ganancias ficticias.

Finalmente, quiero referirme a la brisa de aire fresco que representaba la Ley de Economía del Conocimiento. Luego de ser aprobada por unanimidad en el Congreso durante 2019 la actual gestión, en un acto insólito, suspendió buena parte de sus efectos. Esta era una medida muy esperada para impulsar -a través de interesantes beneficios fiscales- el desarrollo de los sectores más dinámicos de la economía. Pero actualmente se encuentra en stand by y no se advierte -por ahora- mucho entusiasmo en volver a ponerla en marcha, en atención a las crecientes restricciones fiscales.

Además de las particulares características de muchas de las iniciativas en danza que aumentan la presión tributaria -afectan derechos constitucionales, multiplican la imposición, violan derechos adquiridos y hasta tratados internacionales-, lo que más golpea al país es una desgastante falta de seguridad jurídica en un ámbito complejo y cada vez más competitivo a nivel global como lo es el fiscal.

Medidas como las propuestas en estos días van a aumentar la litigiosidad, no van a lograr un significativo aumento en la recaudación (podemos llamarlo “efecto Laffer” o “efecto Lipovetzky”, para traerlo a nuestra realidad local) y van a tener consecuencias muy serias en las inversiones que el país necesita. Los sujetos de altos patrimonios ya se vienen relocalizando desde hace meses. Las empresas e inversiones huyen del país y no piensan en volver en el corto plazo. Para peor, se están empujando a lo que queda hacia la informalidad.

Mientras tanto, la casta política que ocupa los tres poderes del Estado no sólo se abstiene de actuar de manera austera, sino que mantiene e incrementa sus privilegios,  entre los cuales se encuentran algunos de carácter impositivo (claro que sí, también los tienen).

La gestión actual no parece entenderlo. Esperemos que su ala más racional recapacite y que los legisladores al momento de votar estas dañinas iniciativas lo terminen de comprender, anteponiendo de una buena vez el bien común por delante de sus intereses particulares como miembros de la corporación política.