La política tiene códigos, mitos y leyendas que el profano desconoce; rituales ajenos al ciudadano que separan esos mundos que por momento se entrelazan pero que difieren en naturaleza. Así como entre el 1º y el 2º día de noviembre el mundo de los muertos y de los vivos se entrecruzan, según viejas mitologías y actuales festividades, del mismo modo el acto eleccionario permite que representantes y representados se acerquen y, por 24 horas, ambos invoquen esa ficción de representación que obsesiona a los politólogos cuando se constituye y aterra a los políticos cuando se desvanece.

Entre los muchos de esos saberes quiméricos del arte político, hay uno que señala que jamás hay que anunciarse antes de tiempo; mucho menos cuando el afán de conquista se centra en la Presidencia de la Nación.

Razones hay muchas

Algunas, las más cabalísticas, dan cuenta de un panteón de apellidos que incursionaron en la maldición de la precocidad y se quedaron a mitad de camino. Otras, más racionales, señalan simplemente que ese anuncio anticipado convoca y da tiempo a la aglutinación de fuerzas contrarias de todos aquellos que por interés propio o mera envidia desean que el lanzado jamás llegue. No por nada el florentino Maquiavelo señalaba que había que temerle más a la envidia que a la muerte.

Sea como sea, Horacio Rodríguez Larreta no ha tenido jamás en cuenta esta advertencia. A propios y ajenos ha dicho, en cuanta ocasión tuvo a su alcance, que ninguna otra cosa ha deseado tanto en la vida como el decorarse el pecho con la banda y sostener en alto, con esa difícil sonrisa que lo define, el bastón de mando presidencial. Sus acciones de los últimos meses corroboran la afirmación. Así es como el actual jefe de gobierno no dudó en hacer saltar a su delfina histórica al territorio de los cien barrios, aun cuando la pirueta le haya generado a ésta heridas que difícilmente puedan cicatrizar alguna vez, ni vaciló en posicionar ferozmente a fuerza de pauta al “Colo” Santilli, candidato que tiene tanto de bonaerense como la Torre Eiffel. Tampoco dudó, quizá por cumplir aquello de “al amigo cerca, al enemigo aún más cerca”, al momento de entregar un despacho dentro del simbólico palacio de Uspallata a Martín Lousteau, el que será sin dudas su rival más tenaz, ni cometer el parricidio político más cruel de las últimas décadas, cuando con tres palmaditas en el hombro, una sonrisa forzada y cero de código barrial, bajó del escenario a su mentor y “amigo” Mauricio Macri en el cierre de campaña de este último 9 de septiembre.

Pervertir jurisdicciones y acariciar al enemigo, son cosas que muchos otros han hecho antes y no debieran ya sorprender. Pero la gestualidad con la que “El Guasón”, apelativo que detesta, invitó a Macri a anotarse en la planilla de ANSES, llamó la atención no solo dentro del espectro festilindo de la juventud macrista, poco acostumbrada a lecturas profundas como el “Elogio de la Traición” de Jeambar y Roucaute, sino incluso al otro lado de la grieta, dónde algunos en su visceral rechazo al candidato de los ojos color cielo supieron celebrar la maniobra a carcajadas y otros, más consustanciados con aquella liturgia esotérica que mencionábamos al comienzo, se empezaron a preocupar.

Y esto último porque los viejos hechiceros de la política, esos armadores de rostro poco conocido, cuyo apellido está en boca de todos pero su teléfono personal a disposición de muy pocos mortales, saben que ningún motor es más potente en este mundo de poder que la venganza, que debe comerse fría para digerirla mejor.

Entre 1934 y 1935, el Ejercito Rojo chino emprendió La Larga Marcha, un histórico repliegue de más de 12500 kilómetros en poco más de un año. “De derrota en derrota hasta la victoria final”, solía decir Mao Zedong, conductor de la maniobra, mientras sorteaba no solo la falta de suministros, la pérdida de seguidores y los desafíos del terreno, sino también al mismo tiempo, la decidida persecución de las fuerzas de la República. A pesar de todo aquello, la historia es conocida: desde la periferia y rearmado, Mao volvió y venció, gobernando China hasta su muerte en 1976. Su antiguo perseguidor, por el contrario, quedó atrincherado en la isla de Taiwán dónde hasta hoy intenta resistir los embates de la facción que aun gobierna con poder creciente, producto de la audacia de quien alguna vez huyó.

Será por su pasado combatiente en el que las ideas maoístas abundaban, o por puro instinto de supervivencia de animal político, que Patricia Bullrich, la otra gran herida de la avanzada redoblada del precoz candidato, decidió hacer uso de esta vieja estrategia militar simulando su huida y refugiándose en todas las periferias que ofrece nuestro extenso país. Con la decisión de no enfrentar quizá postergó lo inevitable, pero sostuvo visibilidad, ganó tiempo, sumó aliados y se anotó algunas victorias de trascendencia.

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, recita en sus primeras líneas el que quizá sea el mejor cuento de habla hispana de la historia. Como en Las Ruinas Circulares de Borges, tampoco nadie vio venir la estrepitosa victoria de Luis Juez en Córdoba frente a Mario Negri por más de 20 puntos. Aunque nadie quizá sea una palabra injusta si consideramos que justamente la replegada fue el principal apoyo nacional del ex embajador de Argentina en Ecuador. Y justamente en Córdoba, la provincia que se convirtió en los últimos años, en el símbolo acérrimo del antikirchnerismo nacional.

El cordobés supo ser en algún momento un representante de aquél que se vayan todos nacido en el fatídico 2001; irreverencia y don de outsider que, al día de la fecha, a fuerza de humor y verdades jamás ha perdido a pesar de haber adquirido una importante experiencia política tanto a nivel ejecutivo como legislativo. A la victoria de Juez se suma un susurro fantasmagórico que recorre el círculo rojo del establishment político. Una especie de premonición que anuncia un cambio de época perentorio que a pesar de haberse demorado más de lo necesario comienza a parecer hoy día imparable. ¿Qué otra cosa es sino el significativo resultado obtenido por Javier Milei, el epítome del outsiderismo, en la Ciudad de Buenos Aires?

Venganza, repliegue e irreverencia. Tres elementos en un caldero que comienza a calentarse al fuego de una crisis colosal. ¿Quién puede asegurar hoy que la alquimia de lo imposible no los transmute no solo en la sepultura de la ambición de algunos sino también en un poder con capacidad de gobernar?