El sol arrecia el playón calcinando hasta la esperanza de un respiro. En fila, los dueños de los vehículos esperan su turno para dar la prueba de manejo y renovar u obtener la licencia. De a uno los va llamando un sujeto que a la distancia parece simpático, coronado como está con un sombrero a la antigua. La seña se produce y un nuevo postulante avanza, esta vez con una moto. Una hermosa Harley, de esas que siempre son protagonistas en los sueños de los amantes de las dos ruedas.

Sin embargo, de lejos y entre los espejismos que se escapan del asfalto producto del intenso calor, se nota que la conversación también va subiendo en  temperatura. Difícil alcanzar a definir la exactitud de las palabras que van y vienen, pero los gestos del portador del Fedora verde (admirador tácito de un Indiana Jones tardío) sugieren algún problema a la altura de las rodillas del motociclista. Los ademanes de este último denuncian a su vez algo de indignación y la no aceptación del reproche.

Mientras las manos suben y bajan, los pechos se van acercando tanto como los mentones hasta que justo cuando parece que la cuestión va a dirimirse a los golpes, otro joven funcionario del playón se acerca, separa a los contendientes, baja la vista como en un gesto de resignación o de genuina vergüenza y con una mano señala un pequeño cartel, escrito a fibrón limpio, que pende de una pared sin revocar: “No se atiende en pantalones cortos”.

Entonces el motociclista, un hombre prácticamente ya calvo de no menos de sesenta y cinco años, aun con la respiración alterada, se sube a la nave norteamericana y haciendo valer el poder de los 4 cilindros, se va raudo dejando esa estela de sonido estridente propia de la marca. La escena es real y ocurrió hace menos de un mes en un centro de renovación de licencias provincial.

Imágenes como estas ya descansan de seguro en la retina de todos los argentinos. Difícilmente alguien pueda leer esta nota sin recordar alguna anécdota similar al acercarse a gestionar algún asunto en los diferentes niveles del estado (Nacional, Provincial y/o Municipal) en cualquier latitud del país. “Le falta el formulario 5784245/72. Este que tiene es el /73. Se lo debemos haber dado por error”; “Debe pagar el aforo, pero la tesorería queda a 15 cuadras de aquí. Vaya mañana y vuelva. Estamos cerrando”, “La mesa de entradas perdió su expediente. Debe iniciarlo de nuevo. Y sí, van a ser seis o siete meses extra”. Querido lector, cierre los ojos, recuerde y agregue la frase que le venga a la memoria. Seguramente tiene varias equivalentes o incluso más extravagantes que estas.

La tentación de acumular anécdotas es tan humana como la tendencia a reírse de ellas. Sin embargo, cuando lo anecdótico se vuelve masivamente repetitivo está señalando un patrón y cuando esto pasa, lo recomendable es encontrar la famosa “raíz del problema” y arrancarla para salir del bucle interminable de degradación.

Alguno pensará, llegado a este punto, que exigir pantalones largos para una prueba de manejo es un signo de decoro dentro de las prerrogativas naturales del Estado. Sin embargo, detrás de este simple pensamiento, existe escondida una concepción del Estado muy particular. La forma de darnos cuenta de esta cosmovisión sencillamente, sin recurrir a la necesidad de tener que citar a Hegel o San Agustín para ilustrar el punto, pasa por preguntarnos: ¿Me sería exigible cambiar el gusto de mi vestimenta si fuese al dentista? ¿Lo sería si me acercase a comprar una hamburguesa? Y si la respuesta es “no”, entonces: ¿por qué el Estado sí puede hacerlo? O yendo incluso más allá y volviendo a ese compendio de impedimentos y retrasos que la mala burocracia nos devuelve como única garantía: ¿qué tipo de entidad u organización es el Estado y qué relación tiene para conmigo? ¿Acaso podría tolerársele el mismo trato displicente (y hasta por momentos violento) al prestador de un servicio?

El argentino es heredero inevitable de una larga tradición hispánica que acepta
de forma inconsciente que el Estado es una especie de padre y/o tutor de los ciudadanos. La burocracia, a su vez, como brazo ejecutor de las políticas públicas que emanan de éste, termina comportándose como la realidad manifiesta de esa concepción. Si al padre no se le reprocha, no se le contesta, no se le desafía, no se lo controla y solo se le obedece, lo mismo debe ocurrir entonces con el funcionario que se encuentra del otro lado del mostrador, o en el caso del comienzo: en un playón vial.

Este funcionario a su vez puede exigir de sus tutorados la obediencia suficiente como para no desafiar cualquier arbitrariedad sin distinción de que esta provenga de las legislaturas (las que al menos gozan de cierta legitimidad de origen por ser
integradas por representantes del pueblo) que del Poder Ejecutivo que detente el mando circunstancial.

Desde ya que la cuestión es filosófica y profunda, pero señalemos al menos en
este momento histórico que estamos viviendo, en el que la sociedad (incluso a ambos lados de la famosa “grieta”) comienza a aceptar que transitamos una especie de anunciado final de ciclo, la invitación a aprovechar esta anécdota para visibilizar la posibilidad de que el Estado sea concebido de otro modo. Uno en el cual quien debe preocuparse por su vestimenta, sus procesos, su trato, su transparencia, su eficacia y su eficiencia, sea el burócrata que se encuentra al servicio del ciudadano, y no que sea el ciudadano el que sufra la torpeza, falta de capacitación y despotismo, de un cuerpo burocrático pasado de rosca y enajenado de su función.

Desde esta postura, los distintos organismos públicos debieran ser reformados, no solo para que dejen de impedir el desarrollo natural de las fuerzas vivas y productivas de la patria, sino para que al mismo tiempo (e incluso como natural consecuencia) ya jamás vuelvan a avasallar algo tan privado como la vestimenta que utiliza un ciudadano mayor de edad que ha contribuido durante toda su vida con sus impuestos al sostenimiento de
la estructura estatal.

Sin embargo y antes de terminar, es propio traer a la memoria que el poder
jamás en la historia se ha recortado a sí mismo y que aquellas naciones cuyo Estado se
encuentra hoy al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio de aquél, han vivido procesos en los cuales quienes solían ser vasallos se pusieron los pantalones largos y dejaron en claro que, lejos de marcharse raudamente, defenderían lo que les es propio hasta el final.