Nuevamente preocupa la inflación luego de que se conozca el dato de enero. Desde el Ministerio de Economía se insiste con la idea de que la política macroeconómica debería conducir a una desaceleración de la tasa de inflación. Las razones principalmente se encuentran en una expansión menor de la cantidad de dinero para financiar al Tesoro, algo que podría ser auspicioso, pero no en un contexto donde el público rechaza al peso para tenencia. 

La caída de la demanda de dinero genera un exceso de liquidez igual al de la emisión por señoreaje agravado actualmente por la emisión endógena que provocan los pasivos remunerados del BCRA y la inyección de pesos derivada de la compra de títulos para sostener la curva.

Por otro lado, la política fiscal si bien está haciendo su proceso de ajuste, tampoco es una reducción sustancial y convincente del déficit (apenas la licuación real) que pueda provocar una desaceleración de precios por merma de la demanda agregada. Nuevamente, la huida del peso genera un efecto de compensación de esa demanda.

Aún así, el gabinete económico insiste en que hay una política fiscal y monetaria que es consistente con una tasa de inflación del 3% mensual. Algo que suena extraño para los macroeconomistas debido a que se ha demostrado hace 70 años que una política fiscal y monetaria puede ser consistente con distintos niveles de inflación.

Básicamente el país está en un proceso de inflación inercial, el solapamiento de contratos que se actualizan constantemente le dan un impulso propio a la suba de precios y eso genera expectativas hacia delante que provocan que se mantenga ese comportamiento.

Es complejo salir de este tipo de inflación porque requiere un cambio de régimen. Qué asegura que una nueva política económica implique un “cambio de régimen” es una pregunta que deberían empezar a realizarse quienes deseen gobernar este y los próximos años.

Los mecanismos que dan inercia tienden a debilitarse cuando la inflación es muy alta, pero aún nuestra economía no llega a esos niveles y se encamina a funcionar con un 6% mensual de inflación esperada. Esto le genera un centro de gravedad alrededor de ese valor para los próximos meses. Así, el ajuste si no es comunicado y creíble no tiene efecto.

Por lo pronto, para 2023 no se puede esperar tener grandes resultados en el corto plazo. El gobierno se ilusiona con una inflación que ronde el 60% cuando en realidad se observa un piso de 90% en caso de que no existan situaciones de estrés financiero de lo cual no estamos exentos.

La dificultad con prometer inflación del 60% anual es que genera comportamientos inconsistentes, no hay una pauta creíble y el resultado puede ser peor que el que existiría en un escenario donde la pauta fuera más realista.

Esto sucede debido a que cuando no existe una señal clara, el comportamiento es el sálvese quien pueda, y el que puede se protege de la inflación futura aumentando los precios. Los salarios corren atrás de esa dinámica aumentando los costos, generando más inercia al proceso.

Los esfuerzos por controlar precios o firmar acuerdos de aumentos de precios bajo una pauta no suplen al rol de coordinación que tiene que efectuar la política económica desde el discurso. Es decir, no es una cuestión de control, sino de coordinación. Algo en lo que falló sistemáticamente el actual gobierno.