Muchos recuerdan aun el emblemático discurso del Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, con el que se inauguraba el actual (y más prolongado) período democrático de la historia de nuestro país. Con la icónica frase de “con la democracia se come, se cura y se educa”, el primer mandatario llevaba a la población una esperanza concreta (la de la buena gestión de la cosa pública), que por detrás incluía otras pretensiones no menores o, incluso, más relevantes.

Luego de un sangriento período de enfrentamiento, la Democracia no solo encarnaba sobre sí la expectativa de volver a poner al país en la senda del desarrollo económico y social, sino al mismo tiempo, el hacerlo sin que la sangre del pueblo argentino volviese a regar nuestro suelo, y que por ende, el conflicto social fuese reconducido por la senda del debate político, el diálogo partidario, y las elecciones libres que, en última instancia, son el colofón de todo ese océano casi infinito de opiniones, encausadas en el ordenamiento institucional.

La stasis (en griego στάσις), es en gran medida la materia principal de estudio de la Teoría Política. Entendida ésta como el enfrentamiento de un pueblo contra sí mismo, ha sido uno de los tópicos que más ha inquietado a los grandes pensadores de lo público. Desde Platón a Aristóteles, de San Agustín a Santo Tomás, desde Maquiavelo a Hobbes, y desde este último a la modernidad y la posmodernidad, la cuestión sobre cómo construir una sociedad que logre resolver sus diferencias intrínsecas sin llegar al enfrentamiento agonal que deriva en la sangre derramada de los conciudadanos, ha sido la materia principal del debate de política arquitectónica que más ha prevalecido a lo largo de los siglos.

Esta preocupación no ha sido baladí. Vastos son los argumentos orientados a señalar que, a diferencia incluso de lo que ocurre cuando pueblos ajenos se enfrentan entre sí, el combate entre los miembros de una misma nación tiene consecuencias incluso más perniciosas y duraderas. Como si la sangre vertida entre iguales, fuese muchísimo más difícil de borrarse del pavimento histórico y de la memoria compartida.

Paradójicamente, Argentina es un país con pocas razones para el enfrentamiento social violento. Si un observador neutral y atento mirase nuestra conformación histórica, confirmaría que al interior de nuestras fronteras prácticamente no existen los componentes típicos que llevaron a otros pueblos a levantarse en armas contra sí mismos.

En Argentina no han existido diferencias raciales o étnicas, como si sucede en otras latitudes del globo. Tampoco hemos estado signados por enfrentamientos religiosos profundos (por el contrario, a lo largo del tiempo hemos sido señalados como ejemplo mundial de convivencia religiosa). Tampoco hemos tenido que vivir divisiones estamentales, tribales o de castas, como sí ocurre incluso en países del presente inmediato. Por el contrario, la naturaleza de nuestros enfrentamientos ha sido, las más de las veces, de índole ideológica y/o política, las cuales perfectamente pueden ser resueltas por la competición de ideas, dentro de la institucionalidad democrática. Sin embargo, todos sabemos, rara vez ha sido así. Justamente por ello, y volviendo al comienzo de esta nota, la consolidación de la Democracia incipiente, a partir de 1983, fue un fin en sí mismo.

Dicho todo lo cual, nos sorprende con qué liviandad en los últimos tiempos, gran parte de la dirigencia de todo el arco político argentino, e incluso el periodismo, ha comenzado a utilizar un lenguaje que fomenta el odio y la división de clases. Habiendo sido Argentina vanguardia mundial en la movilidad social, hoy día gran parte del cuerpo dirigencial parece convencido que la mejor manera de gobernar y comunicar, es generando un enfrentamiento artificial entre componentes de la sociedad que debieran ser incentivados a cooperar entre sí para la generación colectiva de un proyecto político y social inclusivo.

De institucionalizarse esta práctica irresponsable, la Democracia, a nuestro entender, habrá fallado en su objetivo principal y primario: la armonización de intereses. Y habremos cristalizado un orden social basado en una desigualdad permanente, porque se vuelve impensado el cómo un país que llegó a ostentar tristemente más de un 60% de los niños por debajo de la línea de la pobreza, podrá generar suficiente riqueza y valor para sanear esta situación, mientras impere una lógica de enfrentamiento entre quienes naturalmente debieran ser invitados a la cooperación.

Es nuestro deseo que estas líneas inviten al cuerpo político a comprender más antes que después, que la construcción política basada en el fomento de la discordia y el enfrentamiento, puede resultar provechosa en lo inmediato, pero absolutamente destructiva de un proyecto de país sustentable, en el mediano y largo plazo.