Dicen por ahí que cuando los finales son certeros todas las tragedias llevan consigo una pincelada de comedia. Si el adagio arrastra sobre sí algo de verdad, Argentina transita sin duda un final de ciclo que muchos intuyen, pero pocos nombran, quizá evitándolo conjurar.

Como en un carrusel tragicómico, en los días previos a la llegada de Sergio Massa al Ejecutivo se sucedieron imágenes dignas de aquellos ciclos humorísticos de los años ochenta (sí, todo tiene mucho del sepia ochentoso en los últimos tres años) en donde convergían siempre algo de costumbrismo, con algo de miseria y resignación.

Así, en el bucle de tiempo en el que vivimos los argentinos, pudimos ver a Silvina Batakis abandonada en un aeropuerto tras reunirse con el FMI y a días de haber asumido, a Eduardo Hecker, presidente del Banco Nación, enterarse por un whatsapp que lo habían reemplazado a segundos de subirse a discursar frente a quienes lo homenajeaban y al periodista Carlos Pagni revelar que el propio entorno de Massa se esfuerza por lograr que lo llamen superministro, como si el desafortunado “Super Alberto” que tituló Revista Noticias en marzo de 2020 no fuese suficiente para que algún asesor atinado gritase a tiempo: “mejor vayamos con prudencia esta vez”.

No, la prudencia no nos gusta. Si el iceberg ya puede verse, mejor arremeter quinta a fondo y a “lo que dé” (como decía una vieja campaña de Luchemos por la Vida).

En este contexto, algunos análisis se vuelven tan necesarios como imposibles. La vorágine del dólar subibaja se fagocita sin miramientos toda posibilidad de plantar neurona en tierra y razonar. No, “la cosa va muy rápido para esos lujos, pibe”, me dijo hace pocas horas uno de esos viejos perros políticos que pululan en el conurbano bonaerense siempre en busca de un nuevo jefe que les tire el hueso definitivo; el que lo haga al menos concejal.

Sin embargo, hagamos el esfuerzo:

Mientras se escribe esta nota, circulan por internet decenas de videos en los que pueden verse escraches a distintos políticos. Lo llamativo de las imágenes, es que las afrentas no guardan relación con ninguna bandería política en particular. Izquierda, oficialismo y “oposición”, sufrieron en estos días acciones de repudio extremo incluso fuera de nuestras fronteras. Algo que no se veía desde… sí, lo voy a nombrar (conjúrese lector): el 2001.

En este contexto, el discurso “anti casta” que han comenzado a emplear con digna sistematicidad algunos representantes de la derecha, cobra una dimensión particular que se retroalimenta rápidamente cuando se observan las reacciones del establishment frente a la llegada de Massa o incluso horas previas a que ésta se concretase.

En ese sentido, tanto las operaciones mediáticas cruzadas que parecían suplicar la llegada al gobierno del ex intendente de Tigre, el apoyo del más vetusto conglomerado empresario, la llamativa baja del dólar, sumado al regreso al gobierno de figuras rancias como José Ignacio De Mendiguren, Leonardo Madcur o Daniel Marx y la alineación automática (por acción y omisión) de gran parte del establishment político e intelectual, poco hacen para que el ciudadano de a pie no perciba que la casta se jugó el último as.

Así las cosas, la primera reflexión necesaria es aquella que señala la obviedad de que en un potencial fracaso de gestión del nuevo redentor encarnado que se ha elegido para sacrificar, aquellos escraches que mencionábamos anteriormente ya no resulten fenómenos aislados de aparición creciente, sino una gran demanda masiva de cambio que probablemente, dado el modo en que el establishment se ha comportado, ya no recaiga meramente sobre el gobierno de turno, sino sobre todo el conglomerado de poder que ha gravitado de forma estrepitosamente fallida desde el regreso de la democracia hasta hoy. Una especie de “que se vayan todos”, pero ahora sí espontáneo, sin directrices ocultas (que veinte años más tarde ya no se encuentran tan ocultas) y sobre un presente económico y cultural profundamente peor.

Una segunda y última reflexión se vuelve menos obvia pero igualmente necesaria: el éxito en la estabilización de la crisis puede que lejos de garantizar la tan esperada (sobre todo por sí mismo) llegada del tigrense a la Presidencia, la impida. Y esto porque la dinámica de los electorados jamás resulta tan lineal como los analistas sin experiencia preferirían. En tal sentido, es sabido que, así como en tiempos de crisis extrema rara vez los votantes advierten cuestiones que terminan resultando en dichos contextos como abstractas, por caso la corrupción, sí lo hacen cuando sus expectativas de supervivencia inmediata se encuentran garantidas.

Si se me demanda un ejemplo de lo que digo, basta observar la campaña de 1999, aunque sin los sesgos que suelen darle aquellos que utilizan la historia para construir propaganda. En aquél entonces, Fernando De la Rúa tuvo que esforzarse en diferenciarse discursivamente no tanto de su competidor inmediato, Eduardo Duhalde, sino del expresidente Carlos Menem, que siquiera era candidato, mientras que garantizaba cada vez que podía la continuidad de un modelo económico profundamente legitimado por la mayoría de la población. El recurso creado por los asesores de campaña del exintendente porteño, tuvo que ver con el señalamiento de todos aquellos excesos de forma que la gestión del riojano supo tener durante sus dos mandatos. Así la corrupción, la falta de austeridad y el cholulismo de los noventa, pasaron a ser protagonistas impensados en una campaña en la que no se debía, bajo ningún punto de vista, cuestionar la estabilidad económica que Menem había conquistado durante casi una década.

En el caso de una exitosa gestión de Massa, en la cual la estabilidad y la mejora sustancial de los indicadores económicos fuesen alcanzados, por tanto, cuestiones de fondo como la gestión de la cuarentena, el vacunatorio vip, la celebración del cumpleaños de Fabiola Yáñez, en conjunto con el avance de las múltiples causas judiciales contra la actual vicepresidenta y principal aliada hoy de Massa, podrían impactar de lleno contra las aspiraciones presidenciales de éste, a pesar incluso de haber logrado lo que parece hoy tan poco probable.

Como supo decirme otro viejo perro político alguna vez: “La política siempre es una tragedia, flaco. Es ese lugar al que van a morir todas las buenas intenciones”.

Habrá que ver. 

NdR: esta nota se escribe en la madrugada previa al anuncio de medidas por parte del flamante superministro. Dada la dinámica de la tragicomedia vernácula, quizá al momento de publicarse ya se haya vuelto extemporánea o profética. ¡Quién sabe!