Se atribuye al eleusino Esquilo, la advertencia de que en cualquier guerra lo primero que fenece es la verdad. No es casual, imagino, que el gran padre de la tragedia griega sea quién haya notado hace más de 2500 años una constante humana que sigue plenamente vigente.

Tener la verdad de nuestro lado es una necesidad lógica toda vez que hay algún recurso en disputa. Pero en una guerra, donde el conflicto se extrema al punto de necesitar una enorme movilización de recursos y voluntades, poder establecer que uno cuenta con la “espada de la verdad” es una herramienta fundamental.

Quien no comprenda la importancia de esto, solo necesita recordar el enorme impacto que tuvo para los Estados Unidos de Norteamérica la operación militar vietnamita durante el año 1968, conocida hoy como “Ofensiva del Tet”. Si bien esta resultó militarmente desastrosa para el ejército norvietnamita, la transmisión de los enfrentamientos durante dicha operación, en vivo y de forma masiva en la televisión americana, redundó en una caída estrepitosa del apoyo civil a la guerra y disparó la necesidad de retirarse de esa contienda de forma urgente, lo cual se formalizó definitivamente en marzo de 1973.

Aún hoy, no hay especialista en el tema que no señale las consecuencias que dicha ofensiva tuvo para el imaginario norteamericano y la “genialidad” propagandística del comando vietnamita para generar desde una posición bélica absolutamente perdidosa, una consideración de fortaleza frente al público norteamericano que resultó descomunalmente a su favor.

No, no fueron las balas ni los misiles los que hicieron retirar al gigante americano en aquél entonces, sino un relato exitosamente armado en torno a “una verdad” diferente a la real.

Sin embargo, ni los comandantes vietnamitas ni Esquilo pudieron prever lo que hoy ya está ocurriendo y que es el foco de este análisis. Pero tal vez sí pudo hacerlo la imaginación de Stephen King, en la exitosa novela “The Running Man”, publicada bajo el seudónimo de Richard Bachman en 1982. En dicha obra literaria, luego llevada al cine en 1987 con un título homónimo y protagonizada por Arnold Schwarzenegger y María Conchita Alonso, un militar es condenado injustamente en un distópico 2017 (¡!) a convertirse en una especie de gladiador moderno en un reality show pensado para entretener a las masas. 

Empero, más allá de este argumento (repetido luego en otras distopías futuristas como The Maze Runner de 2014 o The Hunger Games, del mismo año), lo impactante del relato construido por King, es que plantea el surgimiento efectivo del periodo de la posverdad anclada en la tecnología computacional. Y digo esto porque “la razón” por la cual el personaje Ben Richards fue condenado, se trató de una masacre que no había cometido y que había sido transmitida al gran público mediante una manipulación digital de imágenes: algo absolutamente imposible al momento de publicarse la novela, pero totalmente posible hoy.

Hace pocos días atrás, al auge de CHAT GPT se sumó a otra vanguardista inteligencia artificial bautizada por los ingenieros de Microsoft como Vall-e. Mediante ella, y con tan solo unos pocos segundos de exposición a un audio original, se puede reproducir a la perfección el tono y la cadencia verbal de prácticamente cualquier ser humano. En simultáneo, se han multiplicado de forma masiva experimentos en donde se le pide a CHAT GPT responder preguntas “como si fuese” tal o cual persona, logrando incluso que debata en los mismos términos que ésta con algún otro interlocutor también simulado. La precisión de lo que se obtiene, no puede menos que horrorizar si se considera en conjunto todo lo aquí manifestado. Y esto sin señalar, porque la tecnología siquiera es tan vanguardista como las anteriores, la enorme capacidad de recrear artificialmente imágenes y videos que tenemos a disposición desde hace décadas y de forma progresiva.

Al comienzo del salto tecnológico de las TICs, muchos intelectuales y analistas consideraron que “la verdad” estaría más resguardada que nunca. La enorme posibilidad de comunicarnos a lo ancho y largo del globo, en simultáneo y a bajo costo, generó la impresión de que “mentir a escala global” ya no estaría nunca más disponible para nadie, mucho menos para los distópicos gobiernos dictatoriales que obras como el 1984 de George Orwell, tuvieron como protagonistas. Por el contrario, nunca como hoy hemos estado tan expuestos a tanta información y al mismo tiempo, tan necesitados de poder establecer criterios de validación para toda esta.

Es inevitable pensar que la respuesta política al fenómeno tendrá que ver con la creación de algún tipo de organismo público internacional con la prerrogativa de establecer qué es verdad y qué no. Lo cual, quien haya indagado en la obra del recientemente citado George Orwell, y haya reparado en la verdadera función del “Ministerio de la Verdad”, sabrá como termina la historia.

¿Y entonces qué?, se preguntará el lector. Sinceramente no lo sé. Quizá la propia tecnología en su variante más descentralizada, por caso blockchain, tenga algo para decir al respecto. O quizá, tengamos finalmente que asumir que, como bien señalan los epistemólogos más avezados, ningún dato es suficiente para comprender la realidad si los marcos teóricos no son los adecuados. Desde esta perspectiva, no habrá escapatoria al hecho de que necesitaremos profundizar nuestra capacidad analítica como habitantes de la aldea global, acercándonos entonces a ese ideal del ciudadano ilustrado que imaginaban los griegos al momento de darle curso a la democracia como forma de gobierno.

De un modo u otro, hoy podemos afirmar sin lugar a duda que las guerras del futuro tendrán su base en el intento de lograr el monopolio de la verdad.

Lo preocupante, lo aterrador, es que ese futuro ya llegó